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Nació en Dublín, Irlanda el dos de febrero de 1882. Es considerado unos de los grandes escritores de la lengua inglesa del Siglo XX con su obra cumbre, Ulises (1922) y Finnegan´s Wake (1939). Nació en una familia de clase media baja que terminó inmersa en problemas económicos por el alcoholismo de su padre. Fue educado en colegios católicos, donde destacó rápidamente como estudiante aplicado y talentoso, además de ser meticuloso y observador con todo lo que lo rodeaba.
Sus primeras obras destacables son Música de cámara —un poemario—, y Dublineses (1914), una colección de cuentos cercanos al modernismo donde, de manera casi autobiográfica, describe gran parte de los lugares de su infancia y juventud. Dublineses lo terminó lejos de Irlanda con el problema habitual para encontrar editor en Gran Bretaña, así que la antología fue publicada originalmente en Estados Unidos. El éxito internacional llegó en 1922 con la publicación de Ulises, en ella demostró su maestría en el uso del monólogo interior y los juegos metaliterarios, logrando contar la odisea interior en 24 horas de la vida de un dublinés; esta obra también tuvo problemas para encontrar editor en Gran Bretaña, llegando a estar prohibido en 1920. La primera edición completa del libro vio la luz en París en 1922. En 1939, Joyce publicó su última gran obra, Finnegan´s Wake, un texto onírico en el que el autor irlandés llevó al límite su pasión por los acertijos, los juegos de palabras y la experimentación literaria, y que recibió una muy mala acogida por parte de la crítica.
Dejó Irlanda en 1904 tras sus primeros problemas al intentar publicar El retrato del artista adolescente, escribiendo la mayor parte de su obra en lugares tan distantes –y distintos de su país natal– como Zurich, Trieste o París. En la capital francesa terminó Ulises y Finnegan´s Wake, poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Con el conflicto iniciado, viajó a Zurich, donde murió el 13 de enero de 1941.
Gas de un quemador
Señoras y señores, aquí están reunidos
para saber por qué la tierra y los cielos han temblado
a causa de las sombrías y siniestras mañas
de un escritor irlandés en tierras extranjeras.
Me envió un libro hace diez años:
lo leí unas cien veces,
del derecho, del revés, por arriba, por abajo,
de lejos y de cerca.
Lo imprimí todo hasta la última palabra
mas con la gracia de Dios
las tinieblas de mi mente se rasgaron
y entreví el vil propósito del autor.
Pero tengo un deber para con Irlanda:
guardo su honor en mis manos,
tierra de encanto que siempre mandó
a sus escritores y artistas al destierro
y con espíritu de chanza irlandesa
traicionó a sus caudillos uno por uno.
Fue el humor irlandés, húmedo y seco,
el que arrojó cal viva a los ojos de Parnell;
son los cerebros irlandeses los que salvan de la ruina
la barcaza que hace agua del obispo de Roma
pues todos saben que el Papa no puede eructar
sin el permiso de Billy Walsh.
¡Oh Irlanda mi primero y único amor
donde Cristo y César uña y carne son!
¡Oh tierra de encanto donde el trébol crece!
(Permítanme, señoras, que me suene).
Os manifiesto, sin que me importen un pito vuestras censuras,
que imprimí los poemas de Mountainy Mutton
y una obra teatral que escribió (la habéis leído, seguro)
donde se dice “bastardo”, “bujarrón” y “ramera”,
y otra pieza sobre la Palabra y San Pablo
y sobre algunas piernas de mujer que recordar no puedo,
escrita por Moore, caballero auténtico,
que vive de sus rentas con el diez por ciento.
Imprimí libros místicos a docenas,
imprimí el breviario de Cousins
aunque (les ruego me perdonen) tales versos
provocarían acidez en sus traseros.
Imprimí folklore del norte y del sur
de Gregory la de la Boca Dorada.
Imprimí poetas tristes, tontos y solemnes.
Imprimí a Patrick cómo-se-llame.
Imprimí al gran John Milicent Synge
que se remonta sobre un ala angélica
con la camisola del aventurero que tomó como botín
de la bolsa de viajante del gerente de Maunsel.
Mas nada quiero saber de ese condenado sujeto
que anduvo por aquí vestido de amarillo austriaco,
declamando italiano por horas
a O’Leary Curtis y John Wyse Power
y escribiendo de Dublín, sucia y querida,
de tal forma que ningún impresor, ni aun africano, lo toleraría.
¡Mierda y cebollas! ¿Pensáis que imprimiré
los nombres del monumento a Wellington,
Sidney Parade y el tranvía de Sandymount,
la pastelería de Downes y la confitura de Williams?
¡Que me condene si lo hago… que al fuego me condene!
¡Hablar de los Topónimos irlandeses!
Me asombra, por mi alma,
que el autor olvidase mencionar Curly’s Hole.
No, señoras, mi imprenta no tomará parte
en libelo tan burdo contra mi madrastra Erin.
Me apiado de los pobres: he aquí la razón por la que empleé
a un escocés pelirrojo para que me lleve las cuentas.
¡Pobre hermana Escocia! Su sino es horrible.
Ya no encuentra más Estuardos que vender.
Mi conciencia es pura como la seda china,
mi corazón es blando como la manteca.
Colm les podrá decir que hice una rebaja
de cien libras en el presupuesto
que le anticipé para su revista irlandesa.
Amo a mi país: ¡lo juro por los arenques!
Ojalá pudierais ver cómo lloro
cuando pienso en los trenes y barcos de emigrantes.
Por eso publiqué a los cuatro vientos
mi guía de ferrocarriles del todo ilegible.
En el vestíbulo de mi institución impresora
la pobre aunque digna prostituta
practica la lucha libre cada noche
con su artillero británico de ajustados pantalones
y el forastero aprende el don de la charla
de la ebria y roñosa ramera dublinesa.
¿Quién fue el que dijo: no resistáis al mal?
He de quemar ese libro con la ayuda del diablo.
entonaré un salmo mientras lo veo arder
y guardaré las cenizas en una urna de una sola asa.
Haré penitencia con pedos y gemidos
de hinojos sobre mis rodillas.
Esta próxima cuaresma descubriré
mis nalgas penitentes al aire
y sollozando junto a mi imprenta
mi horroroso pecado confesaré.
Mi capataz irlandés de Bannockburn
hundirá su diestra en la urna
y su devoto pulgar estampará una cruz
memento homo sobre mi trasero.
El Santo Oficio
Yo mismo me impondré a mí mismo
este nombre: Catarsis-Purgante.
Yo, que abandoné estilos sórdidos
para atenerme a la gramática de los poetas,
difundiendo en la taberna y en el burdel
la ciencia del ingenioso Aristóteles,
no sea que los bardos marren el intento
debo ser aquí mi propio intérprete:
por lo cual recibid ahora de mis labios
sapiencia peripatética.
Para entrar en el cielo, viajar por el infierno,
ser compasivo o terrible
se requiere sin la menor duda el amparo
de las indulgencias plenarias.
Ya que cada místico de nacimiento
es un Dante sin sus prejuicios,
quien a salvo desde la chimenea, sin dar la cara,
se expone a una heterodoxia radical,
como quien halla placer en la mesa
considerando las incomodidades.
Rigiendo la vida por sentido común
¿cómo evitar ser vehementes?
mas no debo ser considerado miembro
de tal compañía de farsantes…
Junto con quien se apresura a mitigar
las liviandades de sus damas veleidosas
mientras que ellas lo consuelan cuando gimotea
con orlas célticas repujadas en oro…
O con quien, sereno todo el día,
en su pieza teatral introduce invectivas…
O con quien su proceder “parece mostrar”
preferencia por hombres de “buen tono”…
O con quien sirve de andrajoso remiendo
a los millonarios de Hazelpatch
Mas llorando después de la Santa Cuaresma
confiesa todo su pasado de pagano…
o con quien no se ha de descubrir
ni ante el whisky ni ante el crucifijo
si no es para mostrar a todo el mundo cuán mal vestida va
su eminente nobleza castellana…
O con quien adora a su Mentor querido…
O con quien apura con temor su pinta…
O con quien arrebujado en su lecho
vio una vez a Jesucristo sin cabeza
y puso un gran empeño en recuperarnos
las obras de Esquilo largo tiempo extraviadas.
Mas todos éstos de quienes hablo
me convierten en la cloaca de su cenáculo.
Para que puedan soñar sus fantasías ideales
yo evacúo sus inmundas corrientes
así les puedo prestar tal servicio
por culpa del cual perdí mi diadema,
este servicio por el que la Santa Abuela Iglesia
me dejó cruelmente en la estacada.
Así aligero sus culos timoratos
cumpliendo con mi oficio de Catarsis.
Mi color escarlata los deja a ellos blancos como la lana:
gracias a mí purgan sus panzas atestadas.
Para todas estas bien avenidas farsantes
hago el papel de vicario general
y a cada doncella turbada y nerviosa
presto el mismo amable servicio.
Ya que al descubrir sin ninguna sorpresa
esa hermosura umbría en sus ojos,
el “no me atrevo” de su dulce doncellez
Que responde a mi depravado “quisiera”.
Siempre que en público nos encontramos
no parece pensar en tal asunto;
mas por la noche cuando se acuesta a mi lado
y percibe mi mano en su entrepierna
mi dulce bien con su ligero atuendo
experimenta el tierno ardor que es el deseo.
Pero la Codicia proscribe
los usos del Leviatán
y este espíritu sublime por siempre guerrea
con los incontables siervos de la Codicia
aunque nunca puedan verse libres
de sus gabelas de desprecio.
a respetable distancia me vuelvo a observar
los vacilantes andares de esta abigarrada cuadrilla,
de estas almas que odian la reciedumbre del acero
que la mía adquirió en la escuela del viejo Tomás de Aquino.
Donde ellos se han agachado, han andado a gatas y han rezado,
yo me yergo, dueño de mi destino, sin temor,
sin compañeros, sin amigos, en solitario,
indiferente como una raspa de arenque,
firme como una cordillera montañosa en donde
saco a relucir mi cornamenta al aire.
Que así sigan, pues así conviene
para que se mantenga el equilibrio.
Aunque hasta la tumba forcejeen,
mi espíritu nunca lo habrán de dominar
ni lograrán mi alma vincular a las suyas
hasta que el Mahamanvantara expire:
y aunque a coces me echen de su puerta
mi alma los despreciará por los siglos de los siglos.
Escrito por Redacción