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A finales del siglo pasado, Alessandro Baricco, dramaturgo y novelista italiano, lanzó un desafiante cuestionamiento: ¿qué fundamento tiene la llamada música culta para distinguirse como tal? ¿Sus fronteras son claras frente a la música que considera no “culta”? El ensayista concluye que no puede negarse que existe una sobrevaloración y hasta un desentendimiento de las cualidades que se atribuyen a la música culta, en menosprecio de la música popular o folclórica: “todo lo bueno quedó en el pasado, todo lo contemporáneo es comercial y despreciable”. Tal aseveración no es precisa en términos absolutos; ya que, aunque lo normal sea hallar música de calidad inferior entre músicos no profesionales, no siempre ocurre así. Baricco considera esta falta de rigor como una condena para la propia música clásica; y la misma es correspondiente al mal común del arte en el Siglo XXI: su hermetismo, es decir, su acceso a pocos y a una especie de autarquía: los compositores componen para otros compositores. Se escucha menos de lo que se presume; y cuando esto ocurre, es posible esperar el anquilosamiento. En su metáfora: la música clásica, en vez de ser punto de partida es como un graffiti que se inspira en la Mona Lisa, se convierte en una estampita, en una foto de antigüedades, en un recuerdito.
Pero, ¿es real la superioridad de la música culta o clásica? Su buena reputación, a mi modo de ver, reside en dos elementos: Beethoven y todo el romanticismo alemán, por un lado; y, por el otro, en la evidencia que nos ha proporcionado la neurología durante los últimos años y su relación con la música en general, y en particular con la música clásica. En relación al primer elemento, no podemos negar que el modelo beethoveniano –que fue retomado y “explotado” por otros músicos románticos y posteriores– terminó por dictar el perfil de una música que buscaba elevarse encima de lo escuchado hasta ese momento; y que bajo la mística de sus contenidos espirituales estaba obligada a complicar admirablemente su propio lenguaje. ¡Y vaya que lo complicó!: la música romántica tenía un compromiso espiritual, intimista y una burguesía progresista, y propulsora que la identificaba con esta fase artística y de pensamiento.
El otro factor: hoy en día, por el desarrollo de la neurociencia y los estudios científicos del cerebro y el aprendizaje, sabemos que la música sí genera efectos sobre la conciencia humana[1]. Por ejemplo, el neurólogo Oliver Sacks, en su obra Musicofilia, confirma que la relación entre música y mente es directa: la música nunca deja intacta la mente, es tan desgarradora como encantadora. Este libro recoge relatos de pacientes con trastornos relacionados a la música. Por ejemplo, un hombre electrocutado por un rayo desarrolla una extraña fascinación por la música, escucha melodías en su cabeza y siente una imperiosa necesidad de escribirlas e interpretarlas. Ìtem, un músico desarrolla una extraña condición mental en la que ciertas frecuencias y géneros musicales le provocan epilepsia. Estos testimonios se relacionan con varios estudios que afirman que ejecutar música dinamiza la actividad neuronal y que ésta se incrementa a la hora de componer música.
Sin embargo, me interesa destacar que si la música culta es un género que estimula la mente humana –sobre todo cuando se inculca en los primeros años– debe ser un patrimonio para toda la sociedad humana. En primer lugar, porque fomentar el exclusivismo significa asfixiar la música académica y porque aislar una expresión artística de otros géneros sería privarla de la renovación. En segundo lugar, porque una sociedad que no crea masivamente músicos, emprende un camino hacia la inopia mental generalizada; y con ello mantiene condiciones para conservar la indeseable manipulación masiva y, aún peor, la deshumanización, fundamento para ignorar y hasta aplaudir absurdas guerras, genocidios y hecatombes nucleares.
[1] Consúltese, a título de ejemplo: http://blogs.ciencia.unam.mx/cienciamundo/2017/08/15/la-musica-impacta-las-redes-neuronales/
Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista