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Almas de flores
Nos quedamos contigo, rezagadas,
las últimas de aquella muchedumbre,
como voz de quien canta
y sus propias canciones le enamoran.
Somos perfume y alma
de la flor y el capullo.
Tus pensamientos nos llevamos, cuando
nuestro aliento respiras,
hacia los amarantos de esplendores,
que en las colinas arden,
hacia tiernas campanas de los lirios
y grises heliotropos;
hacia llanos cubiertos de amapolas, que guardan
tal aliento de sueño y tal sonrojo,
que, al cruzarlas, los ángeles
habrán de parecerte más blancos todavía;
hacia el sesgo del río, de ajo silvestre orlado,
donde te solazaste un día entero,
hasta que tu sonrisa trocábase en devota
y el rezo florecía;
hacia la rosa oculta en el boscaje,
que vertía sus gotas de rocío en tu sueño;
y hacia aquellos asfódelos floridos
donde tu paso hundiste.
Tiramos de tu ropa
y tu pelo alisamos;
desfallecemos entre nuestras quejas
y sufrimos, perdidas por los aires.
¿De qué modo te quiero?
¿De qué modo te quiero? Pues te quiero
hasta el abismo y la región más alta
a que puedo llegar cuando persigo
los límites del Ser y el Ideal.
Te quiero en el vivir más cotidiano,
con el sol y a la luz de una candela.
Con libertad, como se aspira al Bien;
con la inocencia del que ansía gloria.
Te quiero con la fiebre que antes puse
en mi dolor y con mi fe de niña,
con el amor que yo creí perder
al perder a mis santos... con las lágrimas
y el sonreír de mi vida... y si Dios quiere,
te querré mucho más tras de la muerte.
Aléjate de mí...
Aléjate de mí. Mas sé que, para siempre,
he de estar en tu sombra. Ya nunca, solitaria,
irguiéndome en los mismos umbrales de mi vida
recóndita, podré gobernar los impulsos
de mi alma, ni alzar la mano como antaño,
al sol, serenamente, sin que perciba en ella
lo que intenté hasta ahora apartar: el contacto
de tu mano en la mía. Esta anchurosa tierra
con que quiso alejarnos el destino, en el mío
deja tu corazón, con latir doble. En todo
lo que hiciere o soñare estás presente, como
en el vino el sabor de las uvas. Y cuando
por mí rezo al Señor, en mis ruegos tu nombre
escucha y ve en mis ojos mezclarse nuestras lágrimas.
Dilo, dilo otra vez...
Dilo, dilo otra vez, y repite de nuevo
que me quieres, aunque esta palabra repetida,
en tus labios, el canto del cuclillo recuerde.
Y no olvides que nunca la fresca primavera
llegó al monte o al llano, al valle o a los bosques,
en su entero verdor, sin la voz del cuclillo.
Me saluda en las sombras, amado mío, incierta,
esa voz de un espíritu, y en mi duda angustiosa,
clamo: “¡Vuelve a decir que me quieres!” ¿Quién
teme un exceso de estrellas, aunque los cielos colmen,
o un exceso de flores ciñendo todo el año?
Di que me quieres, di que me quieres: renueva
el tañido de plata ; mas piensa, amado mío,
en quererme también con el alma, en silencio.
¡Mis cartas!
¡Mis cartas! Papel muerto... mudo y blanco...
Y no obstante palpitan esta noche
en mis trémulas manos cuando aflojo
la cinta y caen sobre mis rodillas.
Ésta decía: dame tu amistad...
Ésta fijaba un día en primavera
para tocar mi mano... casi nada,
¡pero cuánto lloré! Ésta... un papel...
decía: te amo, y yo me estremecí
como si Dios rasgase mi pasado.
Ésta, soy tuyo... pálida la tinta
por estar junto a un pecho tumultuoso.
Y esta última... ¡oh, amor!, no fuese digna
de lo que dices si lo repitiera.
No me acuses, te ruego...
No me acuses, te ruego, por la excesiva calma
o tristeza del rostro, cuando estoy a tu vera,
que hacia opuestos lugares miramos, y dorarnos
no puede un mismo sol la frente y el cabello.
Sin angustia ni duda me miras siempre, como
a una abeja encerrada en urna de cristales,
pues en templo de amor me tiene el sufrimiento
y tender yo mis alas y volar por el aire
sería un imposible fracaso, si probarlo
quisiera. Pero cuando yo te miro, ya veo
el fin de todo amor junto al amor de ahora,
más allá del recuerdo escucho ya el olvido;
como quien, en lo alto reposando, contempla
más allá de los ríos, tenderse el mar amargo.
Si has de amarme que sea solamente...
Si has de amarme que sea solamente
por amor de mi amor. No digas nunca
que es por mi aspecto, mi sonrisa, el modo
de hablar o por un rasgo de carácter
que concuerda contigo o que aquel día
hizo que nos sintiéramos felices...
Porque, amor mío, todas estas cosas
pueden cambiar, y hasta el amor se muere.
No me quieras tampoco por las lágrimas
que compasivo enjugas en mi rostro...
¡Porque puedo olvidarme de llorar
gracias a ti, y así perder tu amor!
Por amor de mi amor quiero que me ames,
para que dure amor eternamente.
Elizabeth Barrett Browning
Nació el seis de marzo del año 1806 en Kelloe, Durham (Inglaterra). Era la hija mayor del matrimonio compuesto por Mary Clarke y Edward Moulton-Barrett, adinerado plantador de azúcar en Jamaica. Creció en un ámbito aristocrático que le permitió el acceso al mundo intelectual, se dice que comenzó a escribir versos a los cuatro años, a los ocho años leía traducciones de Homero y a los doce años escribió su propia epopeya homérica, La batalla de Maratón: un poema.
En 1820 comenzó a padecer dolor en la columna vertebral y luego pérdida de movilidad, una enfermedad que la acompañó toda su vida y la llevó a consumir opiáceos y morfina, a los que se volvió dependiente, por lo que algunos biógrafos consideran que el consumo pudo haber influido en su creación literaria. En 1828, con la abolición de la esclavitud, la situación económica de su familia decayó y se trasladaron a Londres, donde desarrolló gran parte de su obra en poesía, traducción y prosa; hasta que, en 1844, publicó dos volúmenes de Poemas que le ganaron fama internacional y la admiración de otros escritores como Edgar Allan Poe y su futuro esposo, Robert Browning, con quien se casó ese mismo año en contra de la voluntad de su padre, que la desheredó, por lo que los Browning vivieron en distintos lugares fuera de Inglaterra. Es en Florencia, Italia donde la escritora murió el 29 de junio de 1861, un año después de editar su ultimo libro, Poemas antes del Congreso.
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Escrito por Redacción