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Con frecuencia oímos decir que la situación social y económica de México no podrá cambiar, que es incurable; medios, profesores universitarios y otros formadores de opinión nos aleccionan que los ricos nunca renunciarán a su dominio para cederlo al pueblo. Además, cosa de la fatalidad, nos recuerdan, colindamos con Estados Unidos, que jamás aceptará que seamos un país libre y soberano. Este pensamiento derrotista a priori ha llevado a un sector social a la resignación: así nos tocó vivir, piensan; es la suerte de los pobres, y la de México. El destino nos condenó fatalmente a padecer por siempre nuestra situación, y a los de arriba a disfrutar. Lasciate ogni speranza, voi ch´entrate (“Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis”), estaba escrito a la entrada del infierno en la Divina comedia.
Pero estos pensamientos tan “normales” de pesimismo y resignación no son casuales: son producto de una labor sistemática de inoculación ideológica, ejecutada por el sistema y sus intelectuales, para mantener el control político, obnubilando la mente del pueblo. Son infundidos por los dueños del mundo, que acumulan la riqueza. Así ha ocurrido a lo largo de la historia desde que hay clases sociales, como cuando en Egipto se hacía creer al pueblo inocente que el faraón era hijo del Nilo, un dios, y por tanto sagrado e intocable. El propio Alejandro Magno fabricó también esa imagen (en Egipto mismo), rodeándose de una aureola de invulnerabilidad. El muy aristócrata Platón, enemigo acérrimo de la democracia (del poder del demos, del pueblo) proponía un gobierno ideal para una ciudad ideal, obviamente sostenido por el trabajo de los esclavos en la base de la pirámide del poder, y con los soldados en medio para asegurar el orden; por cierto, cuando intentó aplicar su modelo en Siracusa, Sicilia, fracasó, pues la vida no se deja congelar ni aprisionar en esquemas predeterminados. Zenón de Elea pretendió también demostrar la inexistencia del movimiento. En fin, la idea del origen divino de los reyes, dominante durante la Edad Media, perdió credibilidad con el desarrollo del capitalismo y su cultura, como ocurrió en Inglaterra con la revolución de Cromwell en 1642 y la posterior defenestración y ejecución de Carlos I en 1649. Viejos y anquilosados esquemas terminaban derrumbándose.
Pero la pretensión de detener la marcha de la historia permanece, como afán desesperado de las clases poderosas. Obviamente, la argumentación se va refinando a tenor con los tiempos. A título de ejemplo, entre 1918 y 1923, Oswald Spengler (historiador cercano al nazismo), publicó su obra La decadencia de Occidente y desarrolló su “teoría cíclica de la historia” según la cual, ésta consiste en una sucesión monótona e inacabable de “culturas” y civilizaciones, independientes las unas de las otras, prácticamente en el mismo plano, y que transcurren por cuatro “edades”: juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia; vienen así una tras otra, en una repetición sin desarrollo real. Para Nietzsche es “el eterno retorno”, siempre a donde mismo, como en un círculo, donde el punto de llegada es exactamente el mismo que el de partida. El propósito de tales formulaciones es teorizar la conservación del orden social existente y negar todo paso a una etapa superior.
Teorizan también la inmovilidad histórica, diciendo que no puede haber ninguna sociedad mejor que la actual que, sí, está mal, pero cualquiera otra estará peor. El capitalismo es, en esta tesitura, el techo de la historia, como propone Francis Fukuyama, profesor de la Universidad Johns Hopkins, en su obra El fin de la historia y el último hombre (1992), donde consigna con singular alegría el fin del socialismo en Europa del Este y en la URSS (en 1989 y 1991, respectivamente), declarándolo muerto y enterrado. La historia, nos dice, llegó a su techo, y debemos aceptar que siempre habrá capitalismo, específicamente tipo americano, el más depredador; nada más allá, el non plus ultra. De un plumazo, Fukuyama cancelaba todo progreso, dejando a la humanidad sin futuro.
El arte al servicio del poder juega también su papel como propagador de estas ideas para convencernos de renunciar a toda esperanza. Abundan novelas y cuentos de pesimismo, así como Películas apocalípticas que nos enseñan que el “postcapitalismo”, caso de ocurrir, será una barbarie peor, conque, como reza la sabiduría popular, “más vale malo por conocido que bueno por conocer”. Aquí entran las llamadas “distopías” (lo contrario de las utopías), sociedades imaginarias que viven bajo dictaduras horrendas y esclavizantes. La barbarie del futuro, nunca nada mejor. Solo eso nos espera, nos advierten, si se acaba el capitalismo, así que, nos aconsejan los señores “prudentes”, mejor… ni moverle.
Contra toda esta basura propagandística, ideología pura, carente de toda base científica, Heráclito de Éfeso explicó que todo en el universo, y consecuentemente en la sociedad, está llegando a ser y dejando de ser al mismo tiempo; nada permanece idéntico siempre a sí mismo. La vida es un perpetuo discurrir. Hegel desarrolló esa visión dialéctica y Marx la llevó a la cúspide, planteando que, ciertamente, la realidad cambia retornando como en un círculo, pero sin regresar jamás al punto de partida, sino siempre a un nivel superior, el famoso modelo de desarrollo en espiral, con dos formas de movimiento: una circular y otra ascendente. Aquellos sabios mostraron que el cambio, aunque con altibajos o retrocesos temporales, va siempre, tendencialmente, de lo simple a lo complejo, de lo inferior a lo superior. Nos enseñaron también que todo lo que alguna vez nació, irremisiblemente morirá; que lo que tiene un principio tendrá necesariamente un fin; en otras palabras, leído a la inversa: solo lo que nunca nació nunca morirá; solo aquello que es eterno hacia atrás será eterno hacia adelante. Esa lógica se aplica al capitalismo y al mercado; también a las clases sociales y el Estado, su Cancerbero: tuvieron un origen histórico, condicionado por circunstancias determinadas. Nacieron, y por ello, en el necesario devenir, están condenados a desaparecer cuando desaparezcan las condiciones que les dieron origen. Pero esto no es solo filosofía. La realidad marcha en ese sentido previsto por la dialéctica.
La necesidad social, el hambre y el empobrecimiento acelerado de miles de millones de seres humanos empuja ineluctablemente al cambio. En busca de progreso, buena parte de la humanidad marcha por nuevos derroteros, liberándose del control imperialista. Destaca el esfuerzo de Rusia que, forzada por la OTAN a una guerra defensiva, enfrenta en Ucrania la hegemonía norteamericana, y la está venciendo, por más que la prensa occidental pretenda ocultarlo. Contradiciendo los más oscuros augurios del ya mencionado Fukuyama –quien firmó el acta de defunción del socialismo y lo arrumbó, según él, en el basurero de la historia–, China avanza, convirtiéndose sostenidamente en la primera potencia económica, causando la paranoia del gobierno americano, que la desafía llamándola al terreno militar en Taiwán. Corea del Norte e Irán exploran también su propio camino hacia un desarrollo soberano en beneficio de sus pueblos, y reciben el castigo. En Latinoamérica, si bien existen varios gobiernos considerados “de izquierda”, destacan Cuba, Venezuela y Nicaragua, países cuyos pueblos y gobiernos luchan y trabajan con particular determinación para liberarse del control y el saqueo imperialistas.
En conclusión, no solo la dialéctica y la ciencia social muestran el carácter necesario e ineludible del cambio; lo evidencian también los hechos, la experiencia mundial en los días que corren, refutando así las visiones pesimistas, que van quedando derrotadas, como lo han sido a lo largo de la historia, en el terreno de las ideas y en la práctica. Vientos de cambio soplan en el mundo.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.