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Frecuentemente en discusiones sobre economía se dice que toda decisión sobre qué producir o consumir está sujeta a “las fuerzas del mercado”, no tanto a la necesidad social; pero se presenta esta tesis como un imperativo inexorable, cual Ananké, la divinidad griega representante del destino, o el Hado, que predeterminaba fatalmente el devenir de cosas y personas. Sin embargo, aun con toda la fuerza que hoy tiene, el poder del mercado no ha sido siempre igual; es relativo en tiempo y circunstancia. Ciertamente, hoy se ha adueñado de toda la vida social (hasta impone ideas y principios morales considerados como “razonables”), pero su dominio pleno lo ha alcanzado en el capitalismo, eufemísticamente llamado economía “de mercado”, cuya razón de ser es, precisamente, producir y vender mercancías, buscando la mayor ganancia.
El mercado determina qué productos se compran en el país, y cuáles se importan, y en qué cantidades, según el diferencial de precios. Entre más barato es el producto importado, más se comprará, y menos se producirá internamente, con la consiguiente quiebra de innumerables productores nacionales. Destacadamente en la agricultura, las relaciones de mercado determinan qué productores y de qué productos, por su baja productividad, irán a la quiebra. Millones de campesinos deberán abandonar sus parcelas y proletarizarse y, con alta probabilidad, emigrar.
El mercado, dejado libre, conduce necesariamente a que el juego de los precios determine no solo qué, sino cuánto, cómo y dónde producir, y también que adquiera la producción solo quien tenga solvencia, excluyendo a quienes carezcan de dinero: los parias del sistema, condenados solo a contemplar el fantástico cúmulo de mercancías exhibidas frente a sus ojos. Para ellos al mismo tiempo hay y no hay mercancías.
Y el neoliberalismo acelera la transformación de todos los productos en mercancía; bienes y servicios que antes no lo eran, son con el tiempo devorados por el mercado. Como ejemplo, en la Edad Media y la Antigüedad la fuerza de trabajo era mercancía solo marginalmente, pero en el capitalismo adquiere carácter general, pues la inmensa masa de la población carece de medios de producción (están monopolizados por los capitalistas) y solo le queda vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, única forma de procurarse los medios de consumo.
Sin embargo, con frecuencia ocurre que nadie quiere emplear a estos desposeídos, porque “el mercado no lo permite” (por ejemplo por el desempleo tecnológico o por una recesión o crisis). Asimismo, al bajar la contratación de trabajadores –pues los empresarios introducen máquinas y automatizan los procesos–, el salario baja, y se reduce la capacidad de compra. Así, las leyes del mercado (no tan ciegas como parece: tienen más ojos que Argos), es decir, las necesidades del capital, deciden en última instancia quién tendrá trabajo y quién será arrojado a la calle; qué trabajador es “necesario” o prescindible; quién come y quién no, más aun en tiempos de crisis. Deprimido el mercado, las empresas reducen su producción y la contratación de empleados, y más bien despiden a los “sobrantes”, que solo elevan costos laborales y afectan la competitividad.
Más allá de lo estrictamente económico, este poder domina la vida social toda; por ejemplo, los planes de estudio en las carreras universitarias, lo que conviene que sepan los estudiantes, pues en el diseño curricular la academia debe atender a lo que “pide el mercado” (o sea los empresarios), qué asignaturas son “útiles” y vendibles y cuáles “innecesarias”; no importa qué requiera la sociedad, qué deba investigarse o enseñarse para resolver sus grandes problemas. Igualmente, el mercado decide qué cine vemos, qué música escuchamos, con qué juguetes se divierten nuestros niños, la ropa “a la moda” que usan nuestros jóvenes, y así un larguísimo etcétera.
Y esto se torna más grave aún cuando los monopolios –expresión máxima y, en el último siglo y medio, concreción más viva de este monstruo–, se imponen como verdaderos amos; al ser únicos oferentes, dominantes absolutos en cada sector de la economía, fijan los precios por arriba del valor real de los productos que ofertan, obteniendo así una plusvalía extraordinaria que multiplica la normal en un mercado realmente competido. Establecen también condiciones de venta y fijan reglas a conveniencia, que sujetan al consumidor como a mosca en tela de araña.
Pero el mercado no es un ente abstracto o sobrenatural, etéreo e impersonal. Es el conjunto de relaciones entre vendedores y compradores de mercancías, donde predomina el interés de los empresarios. Y mientras exista la sociedad capitalista, sus leyes regirán, pues derivan de las relaciones de propiedad imperantes. En tanto unos cuantos posean los medios de producción en propiedad exclusiva y sagrada, y mientras esa propiedad determine la apropiación (quién se queda con lo producido), estas relaciones de mercado dominarán. Y dejadas al libre juego, seguirán excluyendo a quienes carecen de medios de producción y solo disponen de su fuerza de trabajo para conseguir su sustento, como está ocurriendo en nuestros días. Durante este gobierno, según el Coneval, el número de pobres aumentó en cuatro millones, aunque el presidente, fiel a su estilo manipulador, repite su infaltable: “yo tengo otros datos”.
Pero negar la realidad no la cambia. Cerrar los ojos no conjura los hechos que, tercos, siguen ahí, y agravándose. En tanto predominen las relaciones de propiedad existentes, no será posible sustraerse a las leyes que de ellas naturalmente dimanan; la ley del valor se impone con férrea necesidad. Pero sí es posible refrenar y acotar su acción en beneficio de la sociedad, como hace China, que saca a millones de personas de la pobreza sin romper con el capital, sino sometiéndolo al control social. La condición para ello es que exista un gobierno auténticamente popular.
En interés de la sociedad, es preciso limitar la acción depredadora del mercado mediante la intervención reguladora del Estado (por ejemplo, con el seguro al desempleo o impidiendo la existencia de monopolios y sus precios abusivos). Es necesario igualmente incentivar la productividad de las empresas nacionales viables, para hacerlas más competitivas y exitosas en el mercado que, como verdadera jungla, nos obliga a vivir, y competir, con sus reglas, con las que habrá que jugar, y triunfar. Ya vendrán otras épocas, donde más que el capital predomine la humanidad y sean otras las reglas del juego.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.