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El anhelo de crear una nueva sociedad, de acabar definitivamente con males que parecen ser propios de la naturaleza humana –entendida como algo inmanente y ahistórico– es un afán milenario. El cristianismo-paulismo en su momento; el renacimiento y la ilustración; el socialismo de Fourier, Hugo, Sué, Cabet, etc., y antes el utopismo de Moro y Campanella, son algunos de los más emblemáticos ejemplos. Sería un craso error pretender que las intenciones de salvar al hombre de su miseria, tanto material como espiritual, sean propias de nuestra época. La historia puede contar por miles, por millones tal vez, las buenas intenciones que la realidad ha hecho añicos. En definitiva, hombres buenos y grandes ímpetus han existido siempre; pero ni la bondad ni la voluntad fueron nunca suficientes para cambiar la realidad, aunque sean necesarias para ello.
¿Qué hacía falta? ¿Precisaba la historia de un genio que entreviera la solución? ¿Tal vez se necesitaba un mejor proyecto; calcular con mayor detalle la sociedad que se quería alcanzar? No. No se trataba de mejorar los sueños, las utopías estaban perfectamente construidas; lo imprescindible era comprender la realidad para poder después pensar en transformarla. En este sentido los esfuerzos de la Economía Política Clásica, principalmente de Ricardo, por encontrar el sentido del movimiento social a partir del funcionamiento de la estructura económica, son significativos. Sin embargo, fue la Filosofía Clásica Alemana, determinada directamente por el impacto social de la Revolución francesa, la que encontró el nexo dialéctico, metodológico, que permitía una explicación totalitaria, histórica, del hombre. Hegel fue su síntesis. La dialéctica hegeliana hizo de la lógica formal, hasta entonces único método de análisis, un instrumento del método, no el método mismo. Permitió comprender al hombre a partir de sus relaciones sociales, históricas; arrojando por la borda todo el trascendentalismo e inmanentismo kantiano. A la pregunta: ¿Puede la realidad conocerse? La dialéctica hegeliana respondía afirmativamente. ¿Cuál es el objeto de estudio, la esencia de esta realidad? A esto Ricardo, que junto con Petty y Cantillon planteaban ya que la riqueza de toda sociedad no es el oro sino el trabajo, contestaba: para comprender la sociedad, es preciso estudiar las relaciones económicas que la determinan. Pero quedaba todavía la pregunta más compleja de todas por responder: ¿Puede transformarse la realidad? La respuesta no era negativa, pero sí insuficiente. Feuerbach, el hegeliano más materialista (o el materialista más hegeliano), contestaba: la realidad puede transformarse en la medida en que superemos el mundo de las apariencias y aprehendamos el mundo tal y como es. En otras palabras: todo esfuerzo por cambiar el mundo será teórico o no será.
Y la realidad no se inmutó. Siguió por el mismo derrotero, con sus mismas contradicciones; con ideas cada vez más claras de las causas de los males sociales y, sin embargo, inalterada esencialmente. La teoría se volvió revolucionaria solo en el momento en el que Marx, fundador del Materialismo histórico, comprendió que sólo la unidad entre teoría y práctica; la voluntad consciente de los hombres, era efectiva en la transformación del mundo. Las ideas de Hegel y Ricardo eran estériles si no se aplicaban a la realidad concreta; pero por el método mismo por el que fueron concebidas solo podían servir como punto de partida en la elaboración de una nueva concepción del mundo, pero nada más.
El marxismo se encargó de construir una nueva filosofía. El nuevo método podría resumirse así: «actividad-crítico-práctica». Crítica en el sentido de que requería el mundo una nueva explicación que no pusiera por delante los afanes y los anhelos de cambio, sino que estudiara la realidad concreta; con sus horrores y sus contradicciones; que profundizara en la causa de los males y los explicara históricamente. Práctica porque el arma de la crítica era insuficiente si no estaba ligada a una voluntad transformadora que no podía ser individual sino colectiva, de clase; y no de cualquier clase. Marx demostró que solo la clase que produce valor, es decir, la clase trabajadora, estaba capacitada para lograr una transformación efectiva: «Así como la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas espirituales». Por último, esta voluntad consciente, entendida desde ahora como consciencia de clase, sólo podía entenderse en movimiento, como proceso histórico, como actividad; como un devenir en el que únicamente en la medida en que se conocía (crítica) el mundo, se podía transformar (práctica). En otras palabras: «sin teoría revolucionaria, no hay práctica revolucionaria» y viceversa. La unidad de la teoría y de la práctica, la praxis, se diferenciaba así de todas las filosofías anteriores no solo en la explicación superior, correcta porque concreta, de la realidad; sino en el reconocimiento tácito de que no bastaba con conocer e interpretar el mundo: había que transformarlo. Y solo la clase que produce, la que con su trabajo crea la realidad, está capacitada para ello. Cuando Marx afirmaba que el proletariado era el heredero de la filosofía clásica alemana, ponía de relieve la contradicción fundamental de la historia moderna: el proletariado es potencialmente la única clase revolucionaria; esta potencia se vuelve realidad únicamente en la medida en que se nutre de la teoría revolucionaria: el Materialismo histórico.
Finalmente. Lenin, el continuador más preclaro del marxismo, al hablar de unidad entre teoría y práctica, de la voluntad consciente; lejos de todo idealismo, de toda esperanza de que la realidad por sí misma educara al obrero; asumiendo el marxismo como ciencia, comprendió que esta voluntad, si quería ser históricamente efectiva, tenía que tomar cuerpo, hacer el verbo carne. La conciencia de clase sólo deviene en transformación de la realidad si se organiza, y la expresión más acabada de la organización de la voluntad, la síntesis histórica de la revolución, no podía ser otra que el Partido de Clase. Así pues, y volviendo al punto de partida de este análisis: es siempre encomiable el esfuerzo de quienes quieren cambiar el mundo; pero este esfuerzo, esta voluntad, devienen revolucionarios únicamente en la medida en que hacen de la teoría marxista «una guía para la acción». Una vez que la voluntad se ha hecho consciente debe organizarse y solo el Partido de clase es capaz de tal organización. De tal manera que la lucha concreta, la práctica, podrá ser verdaderamente transformadora, verdaderamente revolucionaria, si se encuentra: educada, consciente y organizada. La organización del Partido está estrechamente ligada a las circunstancias específicas de cada país, sin embargo, en cualquier nación y en cualquier circunstancia, las premisas de la revolución son las mismas: educar (se), organizar (se) y luchar. No hay fórmulas ni recetas para cambiar la realidad, tampoco pueden desligarse estos tres momentos o jerarquizarse arbitrariamente. Mantienen una unidad dialéctica que, pese a todo, puede variar dependiendo de las circunstancias. Es tarea de la vanguardia de cada Partido comprender cuál de estos reclama mayor atención y en qué medida, para trabajar más enfáticamente sobre el pilar que así lo requiera. Dado que la naturaleza de la teoría es práctica, no puede perder nunca de vista la relación con la historia y con el reclamo concreto que de ella emane.
En el Manifiesto Comunista de 1948, Marx y Engels resumieron su visión materialista de la historia en la tesis que afirma que “la historia de toda sociedad (posterior a la disolución de las sociedades comunales primitivas, aclara Engels), hasta nuestros días, es la historia de las luchas de clases”.
La conciencia de clase sólo deviene en transformación de la realidad si se organiza, y la expresión más acabada de la organización de la voluntad, la síntesis histórica de la revolución, no podía ser otra que el Partido de Clase.
La obra tuvo un tiraje de mil ejemplares y fue editada por el Consejo Editorial del Congreso y la Editorial Esténtor.
La tierra ha experimentado ya momentos de cambios extremos y los organismos que viven esos eventos han encontrado formas de adaptarse a ellos.
En días pasados se presentó en la Cámara de Diputados el libro Marxismo y ecologismo, de Citlali Aguirre Salcedo y Jenny Victoria Acosta Vázquez.
Marx estaba convencido que una idea demuestra su superioridad en la práctica.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).