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Hace ya muchos años tropecé con la poesía; pero en aquel momento, la dura coraza de mi ignorancia y mi juventud me impidieron entenderla y sentirla en toda su magnitud. La vida, que da tantas vueltas, me regresó al camino donde la dejé abandonada y cuando nos reencontramos, como una madre cariñosa y comprensiva, me recibió con los brazos abiertos. Hoy por hoy, el trabajo que realizo me exige estar en contacto constante con varios poetas, algunos de altísimo lirismo y otros más bien contestatarios. Pero la realidad a la que me enfrento como luchador social, pone el mejor ingrediente para entender y sentir la poesía: la cruda desigualdad en la que viven millones de mexicanos humildes.
Esta realidad, esta cruda realidad, puede conmover las almas más secas, más duras, más insensibles. Sin ella, muchos poetas no tendrían la savia con la que han llenado sus mejores creaciones, ni su alma podría ser el espejo donde se ve reflejada la vida toda. En esa realidad en la que transitamos todos los días, la poesía representa, al mismo tiempo, una dulce savia y una protectora y firme armadura como la del Quijote, con la cual pueden vestirse los hombres y mujeres dispuestos a luchar por un mundo mejor para todos. Es por eso que yo, que soy “hombre de carne y hueso”, como afirmó Pablo Neruda, cada vez que me enfrento a esa realidad, me identifico con su poema No me lo pidan, donde afirma:
si apalean a mi hermano,
con lo que tengo a mano lo defiendo
y cada una de mis líneas lleva
un peligro de pólvora o de hierro…
Porque no se puede ser ajeno a esa realidad, que cala hasta los huesos como el frío; y menos en estos tiempos de pandemia. Porque el dolor del pueblo reflejado en muecas ancestrales de abandono hoy, que no pueden paliar ni el hambre, son más efectivas para el ánimo de cualquiera que el látigo para las bestias. Por eso concuerdo también a plenitud con el poeta español Gabriel Celaya, quien en versos majestuosos escribió contundente:
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se
desentienden y evaden.
La poesía no puede ser neutral, no debe ser neutral, no es un lujo. La poesía no está pensada para quedarse en quejas, suspiros y lágrimas. Si bien el lirismo resulta indispensable para hablar de las emociones más recónditas e inefables del ser humano, la poesía no estaría completa ni tendría los alcances que ha logrado al día de hoy, si no exhibiera al hombre como producto de sus circunstancias; no podría representar al hombre en su aspecto general, en su ámbito social, ni hablar de los problemas globales que lo identifican con los demás hombres.
Es por ello que, desde mi trinchera, hago un llamado a los hombres y mujeres sensibles que se dejan tocar el alma por la poesía, a comulgar con Neruda y Celaya; hago un llamado a quienes, petrificados por sus emociones, ahogan la savia de la poesía en los límites de sus propios cuerpos, atentando contra la naturaleza misma, porque ahogados en sus turbaciones, no hacen de la palabra, enriquecida por la poesía, el hierro para construir puentes y levantar monumentos al trabajo, el combustible que dé el impulso al trajín de cada día, la herramienta para reconstruir esta desvencijada patria, la fusión de los anhelos individuales y colectivos para que, de esa comunión, broten actos, como la flor brota del capullo con el sol al rayar el alba.
A quienes hemos elegido echar nuestra suerte con los pobres de la tierra, como José Martí; quienes decidimos recorrer los sombríos caminos de la vida con el pueblo, debemos hacer de la poesía el faro y dirección con la que podamos alumbrar el inminente triunfo para todos.
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Escrito por Dimas Romero González
articulista