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La disputa comercial en torno a Roma, la película más reciente del mexicano Alfonso Cuarón, ha puesto de manifiesto uno de los problemas centrales del mercado actual del arte.
La cinta, como se sabe, fue producida por la compañía estadounidense Netflix –líder mundial en la oferta de servicios de streaming– que ha crecido enormemente en nuestro país en los últimos años gracias al uso masivo de teléfonos, tabletas, computadoras y otros dispositivos portátiles. Como se sabe también, Cinépolis y Cinemex, las principales distribuidoras de México, se negaron desde el primer momento a distribuir la cinta (es decir, a exhibirla, a venderla), a pesar de las lamentaciones públicas, quasi misericordiosas, del propio Cuarón. Con esto, la exhibición de la cinta –o sea su venta, y con ella buena parte de sus ganancias– quedó reducida a un mercado ínfimo en el que, fuera de las plataformas digitales que Netflix domina, Cinépolis y Cinemex son amos y señores.
Como cruda ilustración estadística, leamos un artículo del periodista Vicente Gutiérrez publicado en El Economista en 2016: “En México existen seis mil 11 salas de cine; de éstas, dos mil 541 son propiedad de Cinemex y tres mil 037 de Cinépolis. Solo 433 pantallas pertenecen a empresas de exhibición independientes y muchas de ellas se ubican en el interior de la República Mexicana. […] Cinépolis tiene 50.5% del mercado y Cinemex 42.3%, lo que suma entre los dos 92.8% de la exhibición cinematográfica de nuestro país”.
Como vemos, y a diferencia de lo que puede parecer a primera vista, la disputa en torno a Roma revela un problema complejo y no un asunto de caprichos personales. Si trasladamos la retórica y la apariencia a la realidad desnuda, tenemos esto: la exhibición de la película –única forma de realización que tiene como obra, no solo desde la abstracción estética, sino desde el mero pragmatismo del negocio comercial– queda sujeta a los vaivenes del mercado capitalista; la dimensión social de la obra de arte reducida a la categoría de una simple mercancía.
La degeneración en que el mercado capitalista ha sumido a las artes en la sociedad actual puede palparse perfectamente en el cine. Cada vez que la mano invisible lo toca de nuevo con sus dones, aparece una nueva bazofia de superhéroes, enamoramientos predecibles, autos explotando o idiotas esforzándose por dar risa. En aras de las ganancias más fabulosas, la gran industria cinematográfica ha suprimido de hecho la calidad artística para sustituirla por el parámetro de las ventas, del lucro comercial.
Es en este enrarecido contexto –que es también, por supuesto, el del cine nacional– que trabajos como el de Cuarón resultan un verdadero reducto de la auténtica creatividad artística; y su posición de denuncia (disfrazada de súplica, ciertamente) encierra la terrible paradoja de la creación artística bajo el despotismo del capital: el artista es libre, pero solo mientras transite dentro de los estrechos canales que le imponen los señores del dinero.
¿Por qué Cuarón, uno de los realizadores mexicanos más reconocidos en el mundo, no puede exhibir su trabajo en su propio país? ¿Por qué se impide que su obra llegue al público mexicano? ¿No parece simplemente una absurda contradicción? Para nosotros, sí; pero para los amos del negocio cinematográfico, cuidar sus ganancias resulta lo más natural del mundo.
Escrito por Aquiles Lázaro
Licenciado en Composición Musical por la UNAM. Estudiante de la maestría en composición musical en la Universidad de Música de Viena, Australia.