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Las formas iniciales del imperialismo, fase monopólica del capital que comenzó a principios del siglo XIX y completó su maduración al finalizar ese mismo siglo, fueron eliminadas de la escena internacional a raíz de la Segunda Guerra Mundial, en parte por el espíritu de libertad e independencia que la misma guerra despertó en los pueblos sojuzgados, y en parte por otros dos factores. Primero, la famosa “Carta del Atlántico”, firmada por Franklin D. Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, y por Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña, el 12 de agosto de 1941, en la cual ambos políticos prometieron un mundo libre del miedo, del hambre y de las guerras y en el cual se “respetará el derecho de los pueblos a elegir la forma de gobierno en la que desean vivir”. Esta promesa inhibió en cierto grado el apoyo abierto de Estados Unidos a las potencias aliadas, cuyo interés era, precisamente, defender su imperio. Segundo, la política exterior del bloque socialista, encabezado por la Unión Soviética, que se pronunció abiertamente por la independencia de los pueblos y apoyó sin reservas sus guerras de liberación nacional.
Gracias a todo ello en conjunto, hoy son cosas del pasado las “colonias de ultramar” o simplemente de más allá de las fronteras nacionales de Holanda, Bélgica, Francia, Italia y la Gran Bretaña. Tampoco escuchamos ya hablar de “protectorados” en África o en el Lejano Oriente, aunque en la realidad aún pervivan restos coloniales de los viejos imperios europeos e, incluso, de los Estados Unidos (Hawái, Puerto Rico y varias islas del Pacífico), el país “más democrático del mundo”.
Pero si bien desaparecieron las formas abiertas y directas de la dominación imperialista, no desaparecieron, en cambio, las causas profundas que las hicieron necesarias en un momento dado. Esas causas profundas, lejos de desaparecer, se hicieron más acuciantes al arribar el capital a su fase monopólica. Y gracias al gigantesco impulso que recibió de la mencionada Segunda Guerra Mundial, que le dio una sola cabeza por todos reconocida y acatada (los Estados Unidos), eliminando así, en buena medida, sus fricciones internas, hoy el capitalismo monopolista es más grande y poderoso que antes de la guerra, y sus necesidades profundas han seguido el mismo proceso. Ha sufrido cambios internos visibles, como el traslado de su centro de gravedad del capital industrial al capital financiero, y han aparecido, por eso, nuevas formas de dominación, como los préstamos, voluntarios o forzados, a los países pobres, que acumulan deudas impagables que impiden su verdadero desarrollo.
Exigencias tales como un mercado cada día mayor (y mejor si es un solo mercado mundial), sin ningún tipo de trabas ni obstáculos a la circulación de mercancías y, en forma cada vez más predominante, también de capitales; una disponibilidad creciente de materias primas y estratégicas, de fuentes de energía, de mano de obra barata y poco o nada exigente, etc., todo en forma segura y barata; el control absoluto de las rutas terrestres, marítimas y aéreas por donde deben transitar las mercancías elaboradas y todo tipo de abasto primario a las metrópolis del capital para su funcionamiento seguro y exitoso; la exclusión, total o parcial, de los “enemigos” y competidores de todos los recursos, los mercados y las vías de comunicación, no solo no desaparecieron con las viejas formas de dominación, sino que, bajo una nueva forma, se han vuelto más sutiles y más eficaces que sus antecesoras para conseguir los mismos objetivos.
¿Cuáles son esas nuevas formas? En vez del dominio territorial, militar, político y social directos, ahora tenemos el dominio económico, comercial y financiero, que es menos objetable, menos visible y, por ello, menos fácil de entender, denunciar y rechazar por los pueblos oprimidos. Incluso tiene la ventaja de poder presentarse creíblemente como una “ayuda” a las naciones atrasadas y pobres para dinamizar sus economías, sus exportaciones al mercado mundial mediante trasferencia de tecnologías y mediante fuertes inversiones de capital productivo y, con ello, generar más riqueza y más empleos para el mayor bienestar de su población. Todo esto, y más, se argumenta para posicionar el libre mercado, absoluto y sin restricciones de ninguna clase, como la mejor receta para promover un desarrollo universal “compartido” por todos los seres que habitamos en el planeta. A esto es a lo que se ha bautizado como “la era de globalización”.
Sería largo y fuera de los límites de este artículo, ensayar una crítica de las falacias teóricas y prácticas de la “globalización”. Bástenos por hoy llamar la atención sobre un hecho incontrovertible: a pesar de que esa política se viene aplicando en casi todos los países pobres y atrasados del mundo (África, América Latina, el cercano Oriente) desde hace ya varios años, ninguno de ellos ha logrado salir de su pobreza, de su falta de crecimiento económico ni de su rezago tecnológico. Cierto que se han enriquecido las oligarquías locales exportando “sus” productos terminados a los grandes mercados, pero eso mismo las ha empujado (por su falta de desarrollo tecnológico) a fincar su éxito en los bajos salarios y en la depredación del medio ambiente. El resultado final ha sido una enorme desigualdad social, pobreza creciente de las mayorías (e incluso de las clases medias), y destrucción irresponsable de la riqueza natural de estos países. México es un buen ejemplo de ello.
Pero las nuevas formas de dominio se prestan a maravilla para que el imperialismo actual pueda usar la fuerza militar y la represión donde quiera que sus intereses vitales se vean en peligro, sin correr él mismo ninguno. Estados Unidos, por ejemplo, se puede vender como insobornable defensor de las libertades, la democracia y los derechos humanos en el mundo, y arrastrar con tales banderas a todos los pueblos y gobiernos cuya opinión cuenta para cometer los más atroces crímenes en contra de naciones débiles que no se someten a su voluntad e intereses, y de pilón, todavía cosechar aplausos de las galerías ingenuas. Ahí están Irak, Afganistán, Libia y Siria para demostrarlo. Hoy, basta con que los medios masivos dominados por el gran capital acusen a un gobierno insumiso de ser una dictadura que aplasta las libertades democráticas y los derechos humanos de su pueblo, para que todo el mundo se ponga en su contra y exija la intervención militar del imperialismo y sus aliados para derrocarlo.
Otra arma ideológica de la globalización es la guerra contra el “nacionalismo”, esto es, el amor de los pueblos a su suelo, a su historia, a su cultura, a su derecho legítimo sobre sus recursos naturales, acusándolos de un anacronismo miope, conservador y hasta criminal, porque se oponen al desarrollo de su país y del mundo. Lo “moderno”, lo “in”, consiste, según eso, en que los mexicanos, por ejemplo, dejemos de sentirnos mexicanos, dejemos de defender a México, y pasemos a sentirnos ciudadanos de un mundo globalizado, dispuestos a entregar sin reservas todas nuestras riquezas naturales y humanas al imperialismo.
La democracia y las libertades abstractas, puramente declarativas, los derechos humanos manejados a conveniencia del poderoso y el combate al nacionalismo, forman todos parte del mismo arsenal ideológico destinado a engañar y someter a los países débiles y, de esa manera, alejarlos de cualquier tentación de verdadera independencia frente al imperialismo. Lo que ocurre hoy en Venezuela y en Siria, por ejemplo, nos debería alertar a los mexicanos de lo que nos espera en caso de decidirnos a buscar en serio nuestra soberanía, grandeza y prosperidad como nación. Nadie, y menos que nadie el Presidente de México, debería olvidar o minimizar lo ocurrido con los migrantes centroamericanos. Fue un gesto casi simbólico de soberanía ensayado por el gobierno de López Obrador, pero la respuesta fue fulminante y demoledora.
Ahora leo que el canciller Marcelo Ebrard anda sondeando las posibilidades de diversificar nuestro comercio exterior, volviendo los ojos hacia China. ¿Va en serio o solo se trata de asustar con el petate del muerto a Trump? Y si va en serio, ¿ya calcularon los riesgos y las fuerzas que opondríamos a una embestida del imperialismo? ¿Ya cuenta el gobierno con el apoyo decidido de la iniciativa privada, del empresariado mexicano, sin cuya participación decidida es imposible la reconversión productiva que exigiría un cambio de rumbo en nuestras exportaciones y la misma unidad nacional? ¿Ya se tiene calculada la reacción de las masas populares ante un reto tan duro como un contragolpe norteamericano? Veamos con ojos bien abiertos lo que ocurre en Venezuela, si no queremos ser tomados por sorpresa, como en el caso de los migrantes.
¿Y el ejército? ¿Ya se cuenta con él para la aventura? Suena a locura, en el contexto de la 4ª T, salir a decir que el ejército es innecesario porque, en caso de agresión, el pueblo se defendería a sí mismo. Otra vez Venezuela: ¿ya preguntaron a los venezolanos cómo valoran a su ejército en la coyuntura actual? Ese pueblo no está cruzado de brazos; se ha armado como parte esencial del dique de contención de la invasión militar norteamericana y, por eso mismo, su testimonio es clave: dice a las claras que ejército nacional, realmente nacionalista, y pueblo en armas, no se excluyen mutuamente, sino que se complementan en la defensa del país. Hostilizar al ejército mexicano cuando es previsible un conflicto con el mayor enemigo de nuestro desarrollo soberano e independiente, al mismo tiempo que se dice perseguir ese desarrollo, es una contradicción flagrante que solo cabría en un lacayo inconfeso del capital, o en un ingenuo sin remedio, traicionado por un pensamiento no científico, sino mágico–religioso. Para los demás mexicanos, es claro que el ejército nacional, verdaderamente nacionalista, y la soberanía e independencia del país, forman una unidad indisoluble que debe preservarse y acrecentarse a toda costa. México y su ejército deben ser, al mismo tiempo y en el mismo grado, absolutamente intocables.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.