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Aunque es lugar común, recordemos que el capitalismo es una sociedad caracterizada por la obtención de la máxima ganancia y el afán de acumular; por más que digan lo contrario sus defensores, no mueve a la gran empresa un propósito filantrópico; la pequeña busca (o a lo sumo sirve para eso) el sustento de sus propietarios. Por necesidad las empresas, como condición de sobrevivencia en una lucha por la existencia brutalmente darwinista, han de competir enfrentándose unas a otras, despiadadamente en esa auténtica guerra llamada competencia; empresario que se detenga en consideraciones morales, no triunfará, no desplazará ni eliminará a sus competidores que le disputan el mercado, antes él mismo será expulsado. Es la ley de la jungla, realidad objetiva que dimana de las relaciones capitalistas, y a la que deben someterse, gústeles o no. Por otra parte, para que las empresas logren su cometido y puedan realizar la plusvalía convirtiendo en dinero contante y sonante el valor creado y contenido en las mercancías, deben vender, y requieren de compradores, los más posibles, dispuestos a entregar su dinero, aunque no lo tengan, y de ser éste el caso, buscarlo, robarlo si es preciso, para comprar. La compra es condición sine qua non para la reproducción del mecanismo capitalista, y disponer de compradores, compulsivos incluso, es necesidad de este sistema que produce para vender, a diferencia de sociedades que producían fundamentalmente para satisfacer necesidades.
Ahora bien, el capital para reproducirse necesita formar ideológicamente al hombre ad hoc, moldear su mente y su conducta con arreglo a estos requerimientos, y lo hace, preparándolo desde niño para su función de consumidor y productor, adaptado pasivamente al sistema, admirador suyo; esto se logra a través de los medios de comunicación y del sistema educativo, correa de transmisión ideológica y creador de personas con la mentalidad necesaria al sistema. Y no olvidemos que las ideas de la clase que detenta el poder permean hacia los demás sectores sociales, convirtiéndose en ideología dominante de toda la sociedad. Al hombre se le modela para aceptar, con beneplácito incluso, el statu quo; por ejemplo, en la antigüedad contemplar como natural la esclavitud. Cada época hace a los hombres como los necesita.
Recuérdese que las ideas tienen carácter histórico y son determinadas por las circunstancias en que los hombres viven. Y así, el capitalismo requiere de personas con una mentalidad muy específica, en principio, individualista. Adam Smith propugnaba este modelo de hombre, y decía que precisamente el egoísmo generaría consecuencias socialmente positivas; que al empresario le motivaba su ambición personal, e impelido por ella creaba empresas y competía con otros, y precisamente buscando su provecho personal administraba bien su negocio en beneficio de los demás. Paradójicamente, el egoísmo conducía al bienestar social; pero esta teoría ha sido refutada por los resultados del capitalismo, ferozmente acumulador, social y ambientalmente depredador, muy ajeno a la búsqueda de bienestar común. Pero no deja de ser cierto que la economía de mercado necesita un hombre insensible, indiferente a todo sentimiento de genuina solidaridad. Un hombre generoso y desprendido, sin afán de acumulación, no sirve a la economía capitalista; es un inadaptado. Dice el poeta Marcos Rafael Blanco Belmonte:
Hoy es el egoísmo torpe maestro
a quien rendimos culto de varios modos:
si rezamos, pedimos solo el pan nuestro.
¡Nunca al cielo pedimos pan para todos!
En la propia miseria los ojos fijos,
buscamos las riquezas que nos convienen
y todo lo arrostramos por nuestros hijos.
¿Es que los demás padres hijos no tienen?...”.
La sociedad de la ganancia y la competencia forma al hombre malagradecido, pragmático y calculador; la amistad, la gratitud, los deberes morales para con sus semejantes representan un estorbo, y solo sabe y entiende lo que le reditúa provecho personal. El ideal es el hombre ansioso de acumular; por ejemplo entre los estudiantes y profesionistas se considera una locura pretender usar el conocimiento al servicio de los necesitados, regalar lo que se sabe. En esta sociedad, el conocimiento es mercancía y se enseña a sacar el máximo provecho de él, a “saber venderse”, virtud capital de todo profesionista de éxito. Se les educa, así lo demanda el orden social, para competir, todos contra todos, no para cooperar. Se induce a buscar individualmente el éxito: que cada quien se rasque con sus uñas, sin saber que por esa vía están condenados al fracaso, pues a los débiles solo puede hacerlos fuertes su unión. El hombre del capitalismo debe ser consumista y comprador compulsivo, cuya felicidad se tasa por la medida en que compra y posee, que acumula y ostenta propiedades. En esa mentalidad, inculcada por la sociedad actual, la posesión de bienes materiales determina el valor de las personas: tanto tienes, tanto vales. No se enseña a valorar al hombre por sus virtudes, su honradez, cultura, generosidad, amor al trabajo o a la verdad; ésas son zarandajas. Y tanto se ha inducido a las personas con las artes de la mercadotecnia, que la compra misma ha devenido enfermedad: oniomanía llaman al trastorno sicológico consistente en un deseo irrefrenable de comprar para sentirse bien, para alimentar la autoestima. Enfermedades de las clases adineradas.
Y para formar compradores, la economía de mercado necesita también personas ambiciosas de dinero fácil, dispuestas a conseguirlo por cualquier medio, filosofía que, como es fácil entender, engendra delincuencia y crimen, pero también frustración y rencor en grandes masas sociales, sobre todo jóvenes, cuya pobreza les impide realizar el ideal consumista que les ha sido imbuido. Ésta es la suerte de los pobres, que apenas sí tienen lo indispensable para sobrevivir, y siguen en espera de un cambio social que les provea de lo necesario, pues en nuestra sociedad, plagada de contrastes, mientras unos compran por placer, las grandes masas empobrecidas carecen de lo indispensable.
De lo dicho se colige que la construcción de una sociedad nueva exige formar un hombre nuevo, lo cual implica un ingente trabajo, una infinita paciencia de auténticos educadores para liberar a los hijos espirituales del capitalismo, primeramente de sus cadenas mentales, y formar en ellos un espíritu cooperativo y generoso. Ciertamente, la educación por sí sola no hace milagros: es preciso cambiar las circunstancias que generan tales conductas, su base material, para lo cual no basta el puro esfuerzo lógico: hay que hacerlo prácticamente, cambiando las condiciones que las engendran. Como dijo Salvador Díaz Mirón:
Sabedlo, soberanos y vasallos,
próceres y mendigos:
nadie tendrá derecho a lo superfluo
mientras alguien carezca de lo estricto.
Lo que llamamos caridad y ahora
es solo un móvil íntimo,
será en un porvenir, lejano o próximo,
el resultado del deber escrito.
Y la Equidad se sentará en el trono
de que huya el Egoísmo,
y a la ley del embudo, que hoy impera,
sucederá la ley del equilibrio.
Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.