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Los hermanos Argensola (primera de dos partes)
La novedad reside en el movimiento: el lector cuidadoso puede imaginar su respiración sosegada
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Amigos ambos de genios como Cervantes Saavedra  y Lope de Vega, los hermanos Argensola, Lupercio (1559-1613) y Bartolomé (1562-1588) nacieron en Barbastro, Aragón, en el seno de una familia de la nobleza italiana. En 1586, Lupercio entró al servicio de don Fernando de Aragón, Conde de Villahermosa, ocupando el cargo de secretario, puesto con el que comenzaría una larga carrera en la corte que culminaría con su viaje a Nápoles, al servicio del VII Conde de Lemos, impulsor de la Academia de los ociosos, organizadora de tertulias literarias y humanísticas a las que asistieron, entre otros grandes, Quevedo, Lope de Vega y el Conde de Villamediana; es el mismo Conde de Lemos, protector de Miguel de Cervantes, a quien éste dedica la segunda parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. La poesía del mayor de los Argensola no vio la luz en vida de éste y fue su hijo Gabriel quien compiló, bajo el titulo Rimas, los poemas de su padre y su tío Bartolomé. Los sonetos de Lupercio  Leonardo de Argensola heredan la estética del clasicismo, huyendo de la excesiva ornamentación y el abuso de cultismos y erudición mitológica, entonces de moda. Su cuidadoso oficio de poeta llega al perfeccionismo e incluso a la autocensura, manifiesta en la indicación de quemar, a su muerte, sus versos; orden desobedecida a medias, para fortuna nuestra. Admirador de Horacio y los modelos clásicos, el siguiente soneto recuerda el Beatus Ille; como en la mayor parte de sus poemas, los personajes reciben nombres de la tradición grecorromana; aquí, el protagonista es un pescador llamado Amiclas. La novedad reside en el movimiento: el lector cuidadoso puede imaginar su respiración sosegada, dormido en su humilde choza, desprovista de elementos superfluos y en la que sus redes cobran protagonismo; ahí no suenan las aterradoras trompetas de la guerra, no le angustia el porvenir ni quiere adelantarse a él y no codicia poder ni fama que la muerte arrebate inevitablemente. Más dichoso que el resto de los humanos es este pescador, que a diferencia de otros que esperan demasiado de la fortuna, jamás pensó que el mar obedeciera a su barca.

 

Descuidado del lauro que ennoblece,

en una choza pobre se aposenta,

con mesa no dorada se sustenta

y de pequeños bienes se enriquece.

 

Los miembros al descanso alegre ofrece,

y de solas sus redes tiene cuenta;

ni la bélica trompa le amedrenta,

ni el temor del suceso le entristece.

 

Ni le aflige el oráculo dudoso,

ni el envidiado cetro considera

si lo ha de arrebatar violenta Parca.

 

¡Oh, cien veces, Amiclas, más dichoso

que quien imaginó que obedeciera

el mar a su fortuna y a tu barca!

En el siguiente soneto, a la sencilla perfección de la forma, que rechaza la estética de retorcer la sintaxis, se suma la temática. Es éste un elogio del interminable ciclo del trabajo agrícola, creador de riqueza, que alterna el arado con la hoz, la siembra con la cosecha; si hizo buen trabajo en una etapa, el labrador quedará obligado a hacer otro tanto en la siguiente. Es el trabajo, dice Lupercio, cadena de la que resulta imposible huir al hombre sin renunciar a su condición humana.

 

Vuelve del campo el labrador cansado,

y mientras se restaura en fácil cena,

para nuevo trabajo se condena,

que al venidero sol quedó obligado.

 

Cuando descansa en el rincón su arado,

con hoz la vid sin pámpanos cercena;

siega la mies y la vendimia ordena,

y luego al yugo vuelve ya olvidado.

 

Es el trabajo propio a los mortales,

en el cual los alivia la esperanza

con premio que a trabajo nuevo llama.

 

Así pasan los bienes por los males,

así sustenta al mundo la mudanza,

y así es tirano en él quien la desama. 

 

 


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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