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La condena a las guerras imperialistas en la poesía de Rafael Díaz Ycaza
El poeta y periodista fue siempre un hombre de izquierda, antiimperialista, militante por la paz, enemigo de los criminales experimentos nucleares estadounidenses en el desierto de Nevada, en el Atolón de Bikini y en el sur del Océano Pacifico.
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La obra del poeta, narrador, periodista y catedrático ecuatoriano Rafael Díaz Ycaza (1925–2013) es el fruto de una vida destinada a las letras, sin pretextos, sin dilaciones, abundante gracias al prodigioso efecto del trabajo ininterrumpido. A muy temprana edad mostró interés por la literatura, pasión que lo acompañaría toda la vida. En 1944, con la efímera aparición de la revista Madrugada, se unió al grupo literario del mismo nombre.

Fue siempre un hombre de izquierda, antiimperialista, militante por la paz y el desarme nuclear y enemigo de los criminales experimentos nucleares estadounidenses en el desierto de Nevada, en el Atolón de Bikini y en el sur del Océano Pacifico. En plena Guerra Fría fundó el Comité de Escritores Partidarios de la Paz, participando, en 1958, en el Congreso por el Desarme y la Cooperación Internacional, celebrado en Estocolmo. En 1973 asistió al Consejo Mundial de Fuerzas de Paz, celebrado en Moscú, URSS.

Por Zona prohibida le fue otorgado el premio Nacional de Poesía Medardo Ángel Silva, convocado por el Centro Municipal de Cultura de su natal Guayaquil. En el 7º día, contenido en este poemario, expresa su profundo rechazo a la invasión cultural norteamericana, a la enajenación, al ocultamiento de la realidad mundial detrás de la música, la moda y los estupefacientes venidos del norte y contra la manipulación de que es objeto la sociedad para que no se rebele ante las injusticias y la devastación que desde el siglo pasado viene realizando el país que ha promovido más guerras en la historia mundial.

 

Diga su amor al ritmo de Ye-Yé

Dígalo a ritmo

sicodélico

de ron con toronja.

Grítelo en la difícil

ternura de los hippies

con melenas eléctricas

con blusas de naranjas y fresas

y agresivos bluyines

tatuados en las piernas.

Diga todo su amor en la gangosa

y soñolienta voz de Charles Aznavour

expréselo con flores

de verano en el sur

de primavera en Nápoli

y con perfumes

de pezones adentro.

Cántelo, aunque después

los policías

los perros cazadores

y los encapuchados y marines

digan amor a ritmo de Vietnam

y de atómicas bombas.

Más, no le importe, amigo:

diga su amor al ritmo de Go-Gó.

 

Si en el poema anterior se pronuncia contra el colonialismo cultural yanqui, en Malaventuranzas señala claramente a los culpables del sufrimiento de los hombres y de la destrucción del planeta: los señores de la guerra, creadores de las armas nucleares, artífices de la destrucción masiva en su carrera por el dominio mundial; que sin detenerse un instante amasan fortunas fabulosas con la industria bélica, motor de la economía de su país, siempre culpando a otros de los conflictos que promueven: “Los vendedores de armas / que no van a la guerra / pero llenan sus pechos de medallas”.

 

Y el hombre manso dijo: Malaventurados

los que inventaron la silla de electricidad

los que hicieron la bomba de plutonio

la estrellamar de uranio

y soltaron los dientes de la muerte

y quemaron el aire de los hombres.

Malaventurados los sabios

que soltaron el estroncio noventa

el cesio ciento trece

y rajaron el cielo

y asolaron la tierra

y parcelaron la sonrisa del hombre.

Malaventurados

los que se alimentan del dolor ajeno

viven de trampas

y se divierten con los golpes del hombre.

Comercian mientras aman

y cuando odian comercian

y cuando están dormidos

siguen comerciando.

Malaventurados los que se enriquecen

en la bolsa política

los que persiguen a los soñadores

y venden a los inocentes.

Los vendedores de armas

que no van a la guerra

pero llenan sus pechos de medallas.

Malaventurados, dijo el hombre manso

porque de ellos es el reino de la muerte.


Escrito por Tania Zapata Ortega

COLUMNISTA


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