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Jorge Luis Borges
Sus ideas políticas fueron muy polémicas, por lo que se cree que se conspiró en contra de que obtuviese el Premio Nobel de Literatura.
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Nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina. Es uno de los escritores más importantes del Siglo XX, no solamente en Argentina, su país de origen, sino en el mundo. Su obra incluye cuentos, ensayos, traducciones y poemas. Estudió en Ginebra e Inglaterra, posteriormente vivió en España desde 1919 hasta su regreso a Argentina en 1921. Durante ese periodo colaboró en revistas literarias, francesas y españolas, donde publicó ensayos y manifiestos. De regreso a Argentina, participó con Macedonio Fernández en la fundación de las revistas Prisma y Prosa y firmó el primer manifiesto ultraísta. En 1923 salió a la luz su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires; en 1935, Historia universal de la infamia, compuesto por una serie de relatos breves (formato que empleó en publicaciones posteriores).

Publicó varios libros de poesía como Elogio de la sombra, El oro de los tigres, La rosa profunda, La moneda de hierro y cultivó la prosa en títulos como El informe de Brodie y El libro de arena. Su obra también destacó con publicaciones que mezclan prosa y verso, libros en que unifica los géneros de teatro, poesía y cuento; ejemplos de esta fusión son títulos como La cifra y Los conjurados.

Sus ideas políticas fueron muy polémicas, por lo que se cree que se conspiró en contra de que obtuviese el Premio Nobel de Literatura, al que estuvo nominado durante treinta años, pese a ello cosechó numerosos premios en el mundo, como el Cervantes en 1979, en España. Falleció en Ginebra, Suiza, el 14 de julio de 1986.

IN MEMORIAM A. R.

El vago azar o las precisas leyes

que rigen este sueño, el universo,

me permitieron compartir un terso

trecho del curso con Alfonso Reyes.

Supo bien aquel arte que ninguno

supo del todo, ni Simbad ni Ulises,

que es pasar de un país a otros países

y estar íntegramente en cada uno.

Si la memoria le clavó su flecha

alguna vez, labró con el violento

metal del arma el numeroso y lento

alejandrino o la afligida endecha.

En los trabajos lo asistió la humana

esperanza y fue lumbre de su vida

dar con el verso que ya no se olvida

y renovar la prosa castellana.

Más allá del Myo Cid de paso tardo

y de la grey que aspira a ser oscura,

rastreaba la fugaz literatura

hasta los arrabales del lunfardo.

En los cinco jardines del Marino

se demoró, pero algo en él había

inmortal y esencial que prefería

el arduo estudio y el deber divino.

Prefirió, mejor dicho, los jardines

de la meditación, donde Porfirio

erigió ante las sombras y el delirio

el Árbol del Principio y de los Fines.

Reyes, la indescifrable providencia

que administra lo pródigo y lo parco

nos dio a los unos el sector o el arco,

pero a ti la total circunferencia.

Lo dichoso buscabas o lo triste

que ocultan frontispicios y renombres;

como el Dios del Erígena, quisiste

ser nadie para ser todos los hombres.

Vastos y delicados esplendores

logró tu estilo, esa precisa rosa,

y a las guerras de Dios tornó gozosa

la sangre militar de tus mayores.

¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?

¿Contemplará con el horror de Edipo

ante la extraña Esfinge, el Arquetipo

inmóvil de la Cara o de la Mano?

¿O errará, como Swedénborg quería,

por un orbe más vivido y complejo

que el terrenal, que apenas es reflejo

de aquella alta y celeste algarabía?

Si (como los imperios de la laca

y del ébano enseñan) la memoria

labra su íntimo Edén, ya hay en la gloria

otro México y otro Cúernavaca.

Sabe Dios los colores que la suerte

propone al hombre más allá del día;

yo ando por estas calles. Todavía

muy poco se me alcanza de la muerte.

Solo una cosa sé. Que Alfonso Reyes

(dondequiera que el mar lo haya arrojado)

se aplicará dichoso y desvelado

al otro enigma y a las otras leyes.

Al impar tributemos, al diverso

las palmas y el clamor de la victoria;

no profane mi lágrima este verso

que nuestro amor inscribe a su memoria.

SARMIENTO

No lo abruman el mármol y la gloria.

Nuestra asidua retórica no lima

su áspera realidad. Las aclamadas

fechas de centenarios y de fastos

no hacen, que este hombre solitario sea

menos que un hombre. no es un eco antiguo

que la cóncava fama multiplica

o corrió éste o aquél, un blanco símbolo

que pueden manejar las dictaduras.

Es él. Es el testigo de la patria,

el que ve nuestra infamia y nuestra gloria;

la luz de Mayo y el horror de Rosas.

y el otro horror y los secretos días

del minucioso porvenir. Es alguien

que sigue odiando, amando y combatiendo.

sé que en aquellas albas de setiembre

que nadie olvidará y que nadie puede

contar, lo hemos sentido. Su obstinado

amor quiere salvarnos. Noche y día

camina entre los hombres, que le pagan

(porque no ha muerto) su jornal de injuria;

o de veneraciones. Abstraído

en su larga visión como en un mágico

cristal que a un tiempo encierra las tres ascuas

del tiempo que es después, antes, ahora,

Sarmiento el soñador sigue soñándonos.

Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños

a unos ojos sin luz, que solo pueden

leer en las bibliotecas de los sueños

los insensatos párrafos que ceden.

Las albas a su afán. En vano el día

les prodiga sus libros infinitos,

arduos como los arduos manuscritos

que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega)

muere un rey entre fuentes y jardines;

yo fatigo sin rumbo los confines

de esa alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente

y el Occidente, siglos, dinastías,

símbolos, cosmos y cosmogonías

brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca

exploro con el báculo indeciso.

yo, que me figuraba el Paraíso

bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra

con la palabra azar, rige estas cosas;

otro ya recibió en otras borrosas

tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías,

suelo sentir con vago horror sagrado

que soy el otro, el muerto, que habrá dado

los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema

de un yo plural y de una sola sombra?

¿Qué importa la palabra que me nombra

si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido

mundo que se deforma y que se apaga

en una pálida ceniza vaga

que se parece al sueño y al olvido.


Escrito por Redacción


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