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El imperialismo tiene sus raíces en la estructura económica y desde finales del siglo XVIII el capitalismo creó las condiciones para la aparición de esta nueva fase de su desarrollo. Considerar al imperialismo una expresión puramente política e ideológica imposibilitaría su análisis real u objetivo.
El monopolio es el elemento determinante del imperialismo. Éste debe entenderse como la concentración de cada vez más medios de producción en cada vez menos manos. Existen diversas formas de monopolio, entre las que sobresalen los llamados trust o carteles. Éstos representan una combinación de dos o más empresas que se encargan de dirigir la producción. Muchas veces son solo acuerdos de subordinación de las pequeñas empresas que para sobrevivir terminan por entregarse a las grandes.
Lenin dijo al respecto: “La concentración, al llegar a un grado determinado de su desarrollo, puede afirmarse que conduce por sí misma de lleno al monopolio, ya que a unas cuantas decenas de empresas gigantescas les resulta fácil ponerse de acuerdo entre sí y, por otra parte, la competencia, que se hace cada vez más difícil, o sea, la tendencia al monopolio, nacen precisamente de las grandes proporciones de las empresas.”
Lenin pone particular atención en el impacto que las crisis tienen en el desarrollo del monopolio y el crecimiento del imperialismo. Permiten que las pequeñas empresas que no pueden resistir el embate de los grandes monopolios sean expulsadas de la competencia o, en el mejor de los casos, absorbidas por éstos. Una de las herramientas fundamentales para la creación de estos grandes carteles o trust son los bancos.
La banca desarrolla un vínculo indisoluble con la industria. Ya no se rige el mercado por las decisiones que la producción requiere, sino que pasan a segundo término y en su lugar se imponen las prioridades del capital financiero que paulatinamente permea toda la esfera social, llegando a controlar la política y el Estado.
Es en estas circunstancias donde se observa el surgimiento de los grandes imperios nacionales e internacionales, los principales bancos que tienen en su poder el capital monetario son los encargados de invertir y trasladar este a los países controlados directa o indirectamente por las potencias. El avasallamiento de los enormes emporios financieros se centra en los países subdesarrollados. La conquista y control de la riqueza y los mercados de éstos se vuelve la manzana de la discordia entre los grandes imperios.
El reparto del mundo entre los grupos monopólicos se da en relación proporcional a su fuerza. La forma como lo realizan es indistinta para el imperialismo. Puede ser de manera pacífica o belicosa, pero siempre encuentran la forma de introducir el capital a países y Estados que no tienen fuerza para resistirlos. Lógicamente, la estrategia más conveniente para esta fase superior del capitalismo es el control político que garantice formalmente la independencia, siempre y cuando ésta se someta los intereses del gran capital.
El nacionalismo recalcitrante que caracterizó a los Estados en las primeras décadas del siglo XX, se erige como una manifestación de esta nueva condición del sistema. El fascismo y el nazismo aparecieron en el escenario de la historia como la nueva faceta de los intereses del monopolio y el desarrollo del imperialismo.
Como ha dicho Eric Hobsbawm: “el fascismo presentaba algunas importantes ventajas para el capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar, eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en su relación con la fuerza de trabajo… en tercer lugar, la destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión”.
Una característica esencial de esta nueva faceta del capitalismo es que tiende a eliminar a todos los competidores. No puede permitirse por esto la aparición de fuerzas que rivalicen con la suya. La primera y la segunda Guerra Mundial representaron la pugna imperialista por la repartición del mundo. Se enfrentaron los grandes monopolios de las más importantes potencias y al mismo tiempo se consolidó una nueva hegemonía que regiría el orbe.
El imperialismo ahora ha mudado de ropaje. Ya no es el Imperio Británico como observaba Hobsbawn, ni el imperio alemán, en el que se centraron Lenin y Hilferding. Ahora Estados Unidos es quién lleva la voz cantante de la política económica; el imperialismo no tiene patria. Ante todo priva el principio básico de acumulación monopólica, que es el motor único de esta fase del capitalismo. Acumulación que se concentra cada vez en menos manos, despojando a las grandes mayorías de las condiciones necesarias para garantizar su sobrevivencia.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).