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El nihilismo, como postura filosófica, es viejo. Desde la antigua Grecia (que no fue pensada por los griegos) se ha rechazado la posibilidad del conocimiento de la realidad; y hubo filósofos que se burlaron de otros que intentaron descubrir las formas en que ésta podía ser conocida a cabalidad.
Tal característica es propia del pensamiento nihilista que, sin distinguir sus variaciones, es pesimista con respecto a todo lo que ha construido la sociedad y, más que una ayuda, representa una carga porque oscurece la mente de las personas, propicia que éstas pierdan el valor de sus relaciones sociales y las conduce a la pérdida de la esperanza hacia el futuro.
Cuando Federico Nietzsche declaró la muerte de Dios no fue por júbilo y porque se iniciaba una época nueva en la que el género humano actuaría libre de todo miedo hacia lo desconocido, o hacia un ser todopoderoso y caprichoso que le imponía una forma de vida correcta, que implicaba el no desarrollo pleno de su capacidad intelectual. No, el grito de Nietzsche en Así hablaba Zaratustra era más bien de tristeza y temor porque el desapego hacia la idea de Dios podía inducir a los individuos a reflexionar en la manera de invertir los valores entonces vigentes para crear otros que le dieran sentido diferente a la vida.
A pesar de los argumentos de los defensores de Nietzsche, en torno a que éste no era nihilista, podemos afirmar que sus preocupaciones lograron incidir en el desarrollo posterior de la sociedad occidental. Gran parte de la modernización tecnológica en esta región del mundo muestra mayor decadencia que avance en los valores humanitarios. Martín Heidegger, continuador de Nietzsche, con relación a esta corriente filosófica, pensaba que el mundo era demasiado complejo, que no valía la pena explicar la realidad porque nadie era capaz de entenderla y que si alguien lo lograba, sería imposible explicar su conocimiento y funcionamiento. En una entrevista inclusive escribió que “solamente un Dios puede salvarnos”.
Esta posición filosófica, resumida y reducida, expresa de manera contundente la renuncia del nihilismo al conocimiento del mundo y sus conflictos más complejos. El pensamiento pesimista es utilizado para infundir desconcierto en las multitudes mediante el uso de formatos menos elaborados que el de las reflexiones filosóficas. Los políticos con alma de dictadores encuentran “sustento” para sus aspiraciones en este tipo de pensamientos; porque el nihilismo –como toda filosofía y manifestación artística de su tiempo– intenta aprovecharse de los sentimientos surgidos en un periodo histórico en el que lo establecido parece haberse roto y las masas se cuestionan cómo llegar a un mejor futuro.
Dentro de este contexto, como es de esperarse, la salida fácil a tal problemática consiste en el surgimiento de personajes de un nivel “supremo” que traiga la salvación, porque es inútil que los “simples mortales” puedan controlar el caos reinante. El uso ideológico de este pensamiento ayuda precisamente a ocultar la única y más congruente salida para las masas: la que propone su unión, organización y compromiso de acción en la búsqueda de una vida socioeconómica mejor. Ya lo escribió el filósofo y político Carlos Marx: “solo el pueblo puede salvar al pueblo”. Esta perspectiva, en torno a la cual únicamente el trabajo y la voluntad del pueblo pueden crear un mundo mejor, contradice la famosa expresión de Heidegger, que difunde la idea de que nadie puede hacer nada a menos que sea iluminado por un dios y su mesías. Hoy estos enfoques filosóficos luchan por penetrar en la conciencia de las masas para convertirse en fuerzas vivas de cara a una abierta contradicción u oposición.
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Escrito por Alan Luna
Maestro en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).