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Al inspirar la caída del actual gobierno en Bielorrusia, que preside Alexander Lukashenko, Occidente escribe el nuevo guión de las “revoluciones de colores” para obtener ventajas económicas ajenas al interés bielorruso y sacar a ese Estado del llamado “cinturón rusófilo” para oponerlo a Rusia. Hoy, cuando México es miembro no permanente del Consejo de Seguridad y cultiva buena relación con los actores de ese juego geopolítico, debe optar por la no intervención y la cooperación multipolar.
MÉXICO Y BIELORRUSIA
Los inmigrantes de lo que hoy es Bielorrusia, principalmente judíos, llegaron a México a finales del Siglo XIX y principios del XX. Tras la disolución de la URSS, ambas naciones establecieron relaciones diplomáticas en enero de 1992, aunque éstas han sido muy distantes. En 2008 ambos firmaron un acuerdo de promoción y protección de inversiones; y en 2015, el jefe de la cancillería en América, Oleg Kravchenko visitó México. El primer consulado honorario en Minsk se abrió apenas en marzo de 2016; y un año después, 10 empresas mexicanas exhibían sus productos en aquel país.
La importancia geoestratégica de Bielorrusia, también llamada Belarús, creció por la crítica relación de Occidente con Rusia. Es el acceso terrestre a Kaliningrado en el Báltico y es fronterizo con Polonia, Letonia y Lituania, donde la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) asedia a Rusia con armas y tropas. Estrategas occidentales y corporaciones globales, conscientes del creciente rol de ese país, optan por desestabilizarlo y hacerlo tan dependiente como Ucrania, otras exrepúblicas soviéticas y países del antiguo bloque socialista.
Al desaparecer la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), el presidente bielorruso Alexander Lukashenko diseñó una hábil e inteligente diplomacia que inclinó la balanza a su favor y no en función del interés de actores foráneos. Así, el llamado “corazón olvidado de Europa” lidió exitosamente con Occidente y Rusia, hasta que se integró al Estado de la Unión con Rusia que le dio precios subsidiados en petróleo y gas.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoce la efectiva política económica de Lukashenko, que se tradujo en un eficiente sistema de salud con menor mortalidad infantil que Reino Unido, el 99 por ciento de alfabetización, cobertura de empleo e importante inversión en bienestar, que ha hecho de Bielorrusia uno de los países con los menores indicadores de desigualdad en Europa.
En sus tiendas se encuentran bienes internacionales como quesos franceses y charcrutería italiana. En contraste, la Unión Europea (UE) y EE. UU. viven una histórica caída económica así como daños estructurales por los efectos del Covid-19 que los urgen a reactivar su economía con nuevos mercados.
Revolución de pantuflas
La oposición proeuropea rechaza esta independencia política y la larga presidencia de 26 años del presidente, quien ganó la elección del pasado nueve de agosto con gran ventaja sobre sus rivales. Lukashenko atribuyó el furor opositor a Occidente, pues EE. UU., el Parlamento Europeo y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) no reconocen su triunfo electoral.
La oposición aprovechó los ánimos caldeados por el difícil contexto económico de Bielorrusia debido a su alta deuda, la caída de ingresos por la baja en el precio del crudo y la recesión generada por la pandemia. Sin programa político propio, los opositores alegan fraude sin probarlo y que Rusia desde “hace mucho está activa” en su país.
En sus marchas gritan el lema: We are the 97 per cent, una falacia que pretende mostrar que al presidente lo respalda solo el tres por ciento de la población, afirmación insostenible.
La estrategia desestabilizadora de la oposición en Bielorrusia sigue el mismo guion que en Egipto, Túnez, Libia, Georgia, Ucrania y Bolivia: repudiar el resultado electoral, buscar la aceptación y apoyo de Occidente, dividir a las cúpulas políticas y empresariales, escalar la tensión antigubernamental y usar masivamente las tecnologías de la comunicación para crear y difundir una visión falsa del país.
En Bielorrusia, como antes en esos Estados, la “revolución de color” busca cambiar el régimen e imponer una profunda transformación económica, legislativa y social. La sospecha del golpe blando en el país eslavo se fundamenta en el apoyo de medios corporativos y las organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales a la excandidata Svetlana Tikhanóvskaya, que apenas logró un 6.8 por ciento de los votos y a quien ofrecen como la nueva gran esperanza.
Tikhanóvskaya, quien asumió la candidatura opositora por la detención de su esposo, Serguéi Tikhanovski –un empresario y bloguero que lanzó la campaña para sacar al presidente con una pantufla como si fuese una plaga– afirma que la crisis no es geopolítica sino democrática.
Sin embargo, la pesquisa del Frente Antiimperialista Internacionalista (FAI) reveló que en 2019, la agencia estadounidense para Fortalecer la Democracia (NED) financió 34 proyectos de desestabilización de los opositores bielorrusos. Además, el Departamento de Estado de EE. UU. costea a medios disidentes como Belsat-eu y Radio Europa Libre, por lo que The Guardian ironizó esa dependencia extranjera opositora al llamarla “revolución de las pantuflas”.
En conclusión, la mala lectura de la historia y del contexto geopolítico actual anticipa que Occidente se equivoca en Bielorrusia y que volverá a fracasar ante Rusia.
ENTREVISTA -ANA TERESA GUTIÉRREZ DEL CID
“A los rusos les interesa Bielorrusia y no la van a perder. Lukashenko fue el único que no cambió el Estado de Bienestar que existia en la URSS ni permitió el auge de oligarcas”, explica a buzos Ana Teresa Gutiérrez del Cid, académica experta en Rusia y países del este europeo y doctora en Relaciones Internacionales.
¿Cómo se gestó la actual situación en Bielorrusia?
De las exrepúblicas soviéticas, es el único país amistoso con Rusia y mantiene el Estado de la Unión, una entidad supranacional creada el dos de abril de 1997, que propuso Lukashenko y que reafirmó con Vladimir Putin el 26 de enero de 2000. Han llamado a Lukashenko “El último dictador de Europa”, pues está en el poder desde 1994 y ése sería un punto en contra, aunque en esta región no es tan extraño, pues se relaciona con dirigencias largas como las de Brejnev y ahora Putin.
Al desintegrarse la URSS, Lukashenko fue el único que no cambió el Estado de Bienestar que existía; impidió el ascenso de oligarcas y no permitió que otros países se apropiaran de sus recursos. Tampoco coqueteó con la OTAN (como Ucrania y Georgia) y, aunque Washington la cortejó, se mantiene en el Tratado de Seguridad Colectiva (TSC) que lidera Rusia.
Aunque el país se perfiló hacia al capitalismo, mantuvo las fábricas estatales de industria pesada y mediana, su desarrollo agrícola y la exitosa fábrica de fertilizantes que opera en Rusia y de ahí vende a todo el mundo, pues ambos países tienen sus economías entrelazadas.
Bielorrusia, donde el Estado rige la economía, es el único país del este europeo que crecía al seis por ciento, lo que creó una amplia clase media y alta, además de campesinos y obreros con buenos ingresos frente a un pequeño empresariado.
Esa clase burguesa de gran poder económico asentada en las ciudades, a la que pertenece la excandidata Tikhanóvskaya, se opone a que el Estado redistribuya la riqueza en campesinos y asalariados estatales, quiere ser propietaria de los recursos del país, es decir, las industrias estatales.
Por eso cuando Lukashenko ganó en las elecciones y ella apenas obtuvo el 10 por ciento, empezó la protesta. Tal vez el presidente no ganó con ese porcentaje, pero los bielorrusos no quieren perder lo que tienen y ven el ejemplo de Ucrania, lo mal que está y ya no creen los cuentos occidentales.
Sin embargo la pequeña burguesía, aglutinada alrededor de EE. UU., la UE y otros enemigos de Rusia –como los países Bálticos y Ucrania– alegaron fraude. Es posible que Lukashenko usara la represión pese a que antes de la elección los rusos le aconsejaron no hacerlo y dejar que se manifestaran.
Al estallar las protestas, hábilmente, Lukashenko fue a las fábricas donde fortaleció su posición. La oposición logró reunir a muchos que no están politizados, pues desde la gestión de Boris Yeltsin se destruyeron los manuales educativos, eso despolitizó a los jóvenes que ven a Occidente como panacea sin conocer su pasado colonial.
¿Hay discordia y afinidad con Rusia?
Tras la caída de la URSS, fuerzas prooccidentales en Bielorrusia intentaron hacer reformas neoliberales siguiendo el ritmo de Rusia, que liberalizó gran parte de su economía; a la vez, los oligarcas rusos querían negocios más lucrativos y criticaban a Lukashenko. Esa intención fracasó.
Lukashenko planteó una política exterior multivectorial que no gustó a muchos, incluido el Kremlin; pero a los rusos les interesa Bielorrusia y no la van a perder. Y pese a ser ya un país capitalista, Rusia le vende a Bielorrusia petróleo y gas muy barato.
Pero la economía rusa decayó ante las sanciones por Crimea, su deuda por la guerra en Siria y la baja en el precio del crudo; sin medir las consecuencias. En 2018, refirió a Lukashenko que haría una reforma fiscal para subir el precio de los energéticos.
Bielorrusia, que los revendía al exterior para completar su presupuesto, resultó muy afectada. Distanciado de Rusia en 2019, Lukashenko buscó energía accesible en Noruega y Arabia Saudita. Fue entonces cuando llegó a Minsk, en enero pasado, el secretario de Estado de EE. UU., Mike Pompeo. ¡Hacía 20 años que un alto funcionario estadounidense no iba ahí! Y ofreció crudo de fracking con la frase “si necesitas, solo llámanos”.
Necesitado del recurso y para que Moscú recapacitara, Lukashenko se comprometió con EE. UU. a comprarle 100 mil toneladas de crudo. Su ministro de Relaciones Exteriores, el prooccidental Vladimir Makel –posible carta de Occidente para relevar a Lukashenko– dio la bienvenida a firmas estadounidenses e invitó a EE. UU. a ingresar al Grupo de Minsk, un ente europeo con Francia y Alemania para gestionar problemas con Ucrania.
La pandemia causó la quiebra de empresas petroleras y EE. UU., que apenas vendió unos cuantos barriles, no logró cumplir su acuerdo con Lukashenko. Rusia reaccionó y para evitar que Bielorrusia se les fuera, como Ucrania, envió en junio al primer ministro Mikhail Mishushtin quien ofreció a su homólogo Siarhiej Rumas petróleo a precio preferencial y una central nuclear.
Por ello Lukashenko afirmó: “Ahora sí hay un muy buen acuerdo con Rusia”. El Kremlin pretendía unir más el comercio mutuo, pero los bielorrusos –sobre todo las élites– prefieren mantener su identidad.
¿Por qué ahora estalla la crisis y qué hace Europa?
Aprovecharon las elecciones del nueve de agosto y el factor Polonia, adonde Trump desplazó a miles de sus efectivos estacionados en Alemania y así atizó la histórica pugna de Varsovia con Moscú. Polonia casi desapareció en el imperio ruso y el austrohúngaro; solo se reconstruyó en la Primera Guerra Mundial con tierra que le cedió Lenin cuando pactó la paz de Brest-Litovsk.
Detrás de esos actos está la idea de formar el Inmarium, una zona que corra del Mar Báltico al Mar Negro para que, con ayuda de la UE, los países bálticos, Ucrania y Bielorrusia operen como cordón sanitario contra Rusia, la cerquen y cierren su exportación de crudo y gas.
Para frenar el reposicionamiento ruso, Trump alentó, el 28 de julio, la creación de la alianza diplomático política llamada Triángulo de Lublín, con las proestadunidenses Polonia, Ucrania y Lituania.
A Europa y EE. UU. les disgustó que Rusia rescatara su industria petrolera, construyera el gasoducto Nord Stream I y posea armas de nueva generación. Para obstaculizar la relación ruso-alemana y que Berlín rechace el Nord Stream II para venderle crudo más caro, fabricaron el caso del opositor ruso Alexei Navalny.
¿Qué escenarios observa en el mediano plazo?
Uno. Si la canciller alemana deja su cargo, llegaría al poder un partido menos cooperativo con Rusia. Sin embargo, ellos buscarían sus intereses económicos –como el gas barato– y no querrían sacrificarlo por EE. UU.
Dos. Los demócratas como Obama y Hillary Clinton son antirusos y muy próximos a los neoconservadores. Por eso, la crisis en Chechenia fue el plan del estratega polaco Zbigniew Brzezinski para debilitar a Rusia, y de ahí que Putin se empeñara en reunificar su país. Si Joseph Biden gana la presidencia se concentrarán menos en China –a la que Trump vio como su enemiga– y más en Rusia.
Y tres. Rusia no quiere perder a Lukashenko y por ahora lo mantendrán. Después, cuando cambie la Constitución y haya nuevas elecciones, pensarían en alguien no tan prooccidental, joven y más fresco.
Escrito por Nydia Egremy
Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.