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La cultura económica dominante nos ha acostumbrado a pensar que el ahorro externo es poco menos que vital para mantener a flote las economías pobres; que es la fuente por excelencia para financiar la inversión. Se nos dice que la Inversión Extranjera Directa IED) es la base para que un país crezca; que hay que atraerla, al costo que sea, y hacer hasta lo indecible para retenerla. Se nos ha enseñado, además, que los países ricos se preocupan por los pobres y destinan apoyos importantes para impulsarlos, sea directamente o a través de instituciones creadas ex profeso, como el Banco Mundial.
Claro, se nos dice, para merecer todas estas “bendiciones” debemos portarnos bien, aprestándonos a adaptar nuestras políticas, haciendo reformas que beneficien al capital extranjero, facilitando su ingreso —y también su pronta salida— cuando lo considere conveniente, pues según tal idea, será éste el salvavidas que nos mantenga a flote y el motor que nos impulse. Todo lo anterior se reduce a una simple fórmula: acatar sin chistar las instrucciones del Fondo Monetario. Pareciera, pues, que los países pobres dependen de los ricos, y que éstos, cual benefactores les financian y mantienen, si se portan bien.
Mas la realidad es exactamente la opuesta: son los países pobres los que mantienen a los ricos y hacen su grandeza económica, deportiva, política o militar. Así lo muestra, con cifras contundentes, un informe reciente de la ONU dado a conocer por el periódico Reforma. Se indica allí que:
Las transferencias de países en vías de desarrollo a naciones ricas […] han servido para financiar el crecimiento de los gigantes de la economía mundial […] Pese a la creciente Inversión Extranjera y al financiamiento privado, los países en desarrollo transfirieron el año pasado casi 500 mil millones de dólares al mundo desarrollado […] superior en 77 por ciento a la Inversión Extranjera Directa que recibieron los países en desarrollo en el mismo lapso.
A esto se le conoce técnicamente como Transferencia Financiera Neta, que resulta de sumar, por un lado, todo el dinero que llega por concepto de inversión extranjera, créditos y donaciones recibidas (como ayudas para desastres o apoyos del Banco Mundial); luego, a todo esto se le resta lo que sale por servicio de la deuda (pago de intereses y principal) y el dinero por utilidades que las empresas multinacionales envían a sus países de origen (por ejemplo, lo que Nissan envía a Japón). Si es más lo que ingresa, se llama transferencia positiva; si, por el contrario, es más lo que sale, será negativa.
Este último es el caso de los países pobres, pues lo que pagan supera con mucho lo que reciben; por ejemplo, según la ONU, Asia envió un saldo total, neto, de 344 mil millones de dólares a los países ricos; América Latina 84.1 mil millones de dólares y ¡África!, continente hambriento, envía 56 mil millones de dólares como utilidades o pago de intereses, no obstante que día a día se nos habla de pretendidos apoyos otorgados para paliar la horrible pobreza en que se debate la inmensa mayoría de su población.
A este respecto, la ONU es también contundente, cuando reporta que las cantidades enviadas por los ricos a los pobres como Ayuda Oficial para el Desarrollo (AOD), sigue igual que hace una década, y cuando mucho se espera que para 2019 alcance, si bien nos va, ¡un ridículo 0.3 por ciento del PIB de los ricos!
Así las cosas, no hay que hacerse muchas ilusiones en cuanto a la naturaleza del capital. Sea cual fuere la forma en que llegue, su propósito será siempre incrementarse. Las inversiones externas en forma de deuda, buscan ganar el máximo de intereses, y como IED, el máximo de utilidad. En la fría lógica del capital, las utilidades deben superar lo más posible a la inversión; si no, no tendrían sentido; por ello es de entenderse que al final del día, salgan del país “beneficiado” cantidades mucho mayores que las que ingresaron.
Es precisamente esto lo que explica que la IED introducida por los países ricos en los pobres esté creciendo, como lo apunta la ONU: en 2015, totalizó 172 mil millones de dólares; en 2016, 243 mdd, y el año pasado, sumó 273 mdd.
¿Qué hacer ante esta atroz desigualdad en los flujos financieros? Fundamentalmente, aprender que un desarrollo auténtico y sustentable debe financiarse con ahorro interno, y sólo en muy pequeña medida con el externo. Seguir pensando que la inversión extranjera directa es nuestra salvación, equivale más o menos a suponer, como en la antigua creencia de la medicina, que aplicando sanguijuelas a un hombre anémico y débil, le sanaría y le haría sentirse fuerte.
El financiamiento del desarrollo debe cimentarse fundamentalmente sobre el ahorro interno, admitiendo inversión extranjera directa, pero sólo en una medida racionalmente necesaria, en sectores determinados y en formas beneficiosas para los países receptores. Y sin excluir a la privada, la inversión pública, como parte del ahorro interno, debe jugar también un papel importante.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.