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Llega el fin del "trabajo decente"
Las dificultades para miles de millones de trabajadores empeoraron con la pandemia de Covid-19; en contraste, los dueños del capital obtienen más poder al grado de imponer leyes laborales a su conveniencia.
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En este momento, miles de millones de mujeres y hombres de todas las edades y niveles académicos son explotados, acosados y hostigados mediante sus trabajos en cualquier sector de su país alrededor del planeta, mientras admiran cómo sus salarios y condiciones laborales se deterioran. Las dificultades empeoraron para los trabajadores con la pandemia de Covid-19 y, en contraste, los dueños del capital han obtenido más ganancias y poder al grado de que imponen leyes laborales a su conveniencia. Es el fin del trabajo digno.

En 1999, el paraíso parecía accesible para millones de trabajadores. Entonces, el director de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), Juan Somavía, acuñó el concepto “trabajo decente” y advirtió que era imperativo que los derechos de los trabajadores se respetaran, que sus ingresos fueran proporcionales al esfuerzo aplicado, que gozaran de protección social y que no se les discriminara. En 2022, tales aspiraciones resultan inviables.

En la fase corporativa del capitalismo, el trabajo ya no solo es el esfuerzo físico o intelectual con el que un individuo asegura su supervivencia y la de los suyos: es mucho más. Y el esfuerzo adicional puede ser una terrible fuente de injusticia, frustración y alienación o, por el contrario, una fuente de enormes satisfacciones profesionales y personales.

A la ya desfavorable situación laboral, que por décadas han padecido los trabajadores del planeta, la pandemia afectó los mercados de trabajo; y hoy éstos se recuperan lentamente, incierta y a largo plazo. El desempleo mundial se mantendrá arriba del nivel previo al Covid-19 hasta 2023 como mínimo, anticipa el informe de la OIT, Perspectivas sociales y empleo en el mundo: Tendencias 2022.

Y con este obscuro pronóstico, el día con día confirma que los derechos laborales, ganados por los trabajadores a costa de duras batallas, se reducen a conveniencia de los empleadores. Y aunque con usual morbo, los medios de prensa centran la explotación y semi-esclavitud en países pobres, vale subrayar que se oculta cómo el mundo industrializado presenta la misma barbarie contra sus empleados.

 

 

Salarios raquíticos que no compensan el desgaste diario, impago de horas extras; acoso físico, emocional, verbal, por Internet, o sexual; veto a sindicatos, nulas normas de seguridad y salud y subcontratación al alza son agravios cotidianos que enfrentan trabajadores del sector salud, docentes, industria petrolera, servicio doméstico, comercios, fuerzas armadas, entre otras actividades.

El capitalismo se apropia de esa plusvalía al propiciar los abusos empresariales con la complicidad de los gobiernos. En la década de 1970 emergieron modalidades laborales menos reguladas y más depredadoras contra los trabajadores. La trata de personas, su explotación y el empleo de mano de obra infantil, también aportan colosales ganancias a las corporaciones.

Hay 168 millones de niños que son víctimas de trabajo infantil, denuncia la OIT. Su infancia les ha sido robada para trabajar en minas legales e ilegales, cargar en hombros más de 30 kilos o labrar campos; los retrata el periodista Emon Hawlander en su libro Niños: no tengo tiempo de jugar, en el que denuncia el silencio cómplice de gobiernos y las organizaciones no gubernamentales (ONG).

Hoy, cuando el capitalismo autonomiza sus procesos con nuevas tecnologías como la inteligencia artificial, el aporte laboral del ser humano parece rebasado. El trabajador es mero intermediario en la subcontratación (outsourcing). Más de 250 millones de personas en el mundo son objeto de esa transferencia de mano de obra. Esta industria de explotación de mano de obra se valora en unos 100 mil millones de dólares (mdd).

 

 

Magnates abusivos

La plusvalía que generan estos seres humanos hace realidad los sueños de otros: de los multimillonarios como Richard Branson (directivo de Virgin Galactic), Elon Musk (Tesla) y Jeff Bezos (Amazon) que lograron ser los primeros civiles en viajar al espacio. Se estima que, por su recorrido suborbital a la Tierra, desembolsaron entre 200 mil y 250 mil dólares.

La propaganda capitalista ha destacado las “hazañas” de estos hombres del capital y los proyecta como modelos de éxito a seguir. Sin embargo, omite una cuestión clave: todos son empleadores explotadores que incumplen los derechos laborales de sus miles de empleados.

Tanto Branson como Musk y Bezos tienen su gran mercado en Estados Unidos (EE. UU.), el llamado “país de la democracia”. Paradójicamente, ahí disminuye la tasa de sindicalización, que hoy solo es del 10.3 por ciento nacional y se reduce al siete por ciento en empresas privadas. Son las cifras más bajas de la era moderna estadounidense, alerta el Departamento del Trabajo (DL).

Resulta sospechoso que los “defensores de derechos humanos” no critiquen la abierta política antisindical de las megaempresas. Ejemplos sobran: la gigante de tiendas Walmart no considera empleados a sus “socios” y les paga bajísimos salarios. Además, explota a inmigrantes indocumentados, a quienes denuncia al servicio de inmigración al concluir su jornada laboral para no pagarles su trabajo.

Los clientes de Starbucks ignoran que esta corporación usó grupos de choque, financió campañas opositoras y presionó para arrestar a los activistas que buscaban sindicalizarse en sus nueve mil tiendas. Pese a esa represión, en diciembre de 2021, empleados de Buffalo y Nueva York lo lograron y, en enero pasado, los de Arizona.

El gigante de comercio en línea Amazon, de Jeff Bezos, que en 2021 tenía más de un millón 610 mil trabajadores, vivió su peor pesadilla en mayo de 2020, cuando personal de su planta en Michigan intentó crear un sindicato al inicio de la pandemia. Mozos de almacén, transportistas y otros trabajadores pedían cerrar las instalaciones para evitar contagios –que ya causaban decenas de muertes– y que se autorizaran permisos remunerados.

Querían sindicalizarse para evitar las “prácticas despiadadas” como las exhaustivas jornadas de trabajo (10 horas de pie, cargando y descargando, con dos descansos de 30 minutos y sin autorización para ir al sanitario); falta de equipos de protección anti-Covid-19; rechazo a la vigilancia intrusiva y el trato cortante e impersonal de la gerencia.

 

 

Michigan, con historial de logros sindicales, los apoyó. Ciudadanos les aplaudían, daban toques de claxon y paraban sus autos como respaldo. Pero la corporación usó tácticas psicológicas para convencer a los trabajadores de que debían agradecer su empleo; y en mensajes escritos que exhibió en sus almacenes, aseguró que la afiliación a un sindicato reduciría su salario.

Una empleada de reparto revelo a la revista The Intercept que muchos, por la presión de entregar la mercancía a tiempo, orinaban en botellas de plástico. El diputado demócrata por Wisconsin, Mark Pocan, escribió en Twitter: “Pagar a los trabajadores 15 dólares la hora no te hace un ‘lugar de trabajo progresista’ cuando rompes sindicatos y haces que los empleados orinen en botellas de agua.

Amazon lo negó y sostuvo que sus empleados en todo el mundo “están orgullosos de serlo y esperamos que promulgues políticas para ofrecer a otros empleados lo que ya hacemos”. Entretanto, en abril de 2021, los cinco mil 800 empleados del almacén en Birmingham, Alabama, fracasaron en su consulta sindical, al igual que en Michigan.

Por ello, los periodistas Karen Weise y Noam Scheiber preguntaron en el Chicago Tribune: ¿Por qué los trabajadores se pusieron al lado del patrón? A su vez, Jeff Schuhrke criticó que Jeff Bezos, el hombre más rico del planeta, según Forbes, se opusiera a un sindicato que ampliara los derechos de sus empleados.

Sería hasta abril de 2022 cuando la planta neoyorquina de Staten Island ganó el derecho a conformar un sindicato. Hasta Joseph Robinette Biden respaldó el derecho a organizarse: “La empresa no debe intimidar ni amenazar a los sindicatos”. Colegas de Alemania e Italia hicieron huelgas, los apoyaron, además del movimiento Black Lives Matter, el senador Bernie Sanders, actores de Hollywood y jugadores de la Liga Nacional de Futbol Americano.

Ese logro sindical fue una derrota para el sector de la Big Tech (grandes tecnológicas), conocido porque no auspicia mejoras salariales. “Queremos agradecerle a Jeff Bezos por irse al espacio, porque mientras él estaba allá arriba, nosotros reclutábamos a trabajadores” declararon los flamantes sindicalistas.

 

Sectores letales

La industria textil emplea, en su mayoría, mano de obra femenina cuyos derechos desdeñan. Estas trabajadoras, que producen ropa de firmas prestigiadas que alcanza altos precios en escaparates de lujo y casas de moda en capitales occidentales, solo reciben a cambio tres dólares por jornada de 12 horas.

Sus derechos son inexistentes. Trabajan hacinadas en ruinosas y ruidosas instalaciones, sin luz natural y mala ventilación. Sin embargo, la mayoría prefiere mantener el precario empleo a perderlo para no caer en la inseguridad alimentaria o ser desalojadas de sus casas, denuncia el estudio de la Universidad de Aberdeen en Escocia y la organización Exchange UK.

Los gobiernos de Bangladesh, Birmania, India, Vietnam, Pakistán, Camboya y Marruecos intentan mejorar la situación de sus trabajadoras; pero finalmente se alinean a las exigencias de las empresas extranjeras, pues saben que su economía depende en gran medida de la industria textil.

Bangladesh figura entre los 10 países con peor índice de derechos laborales, según la Confederación Sindical Internacional (CSI). Sin embargo, la industria textil le aporta 20 por ciento de su producto interno bruto (PIB) y emplea a cuatro millones de habitantes.

En 2018, Karl-Johan Persson escribió el artículo Sí, H&M ha cometido errores, en el que se revela cómo una empleada textil de Asia recibió 43 dólares por hacer un abrigo y pregunta ¿En qué condiciones laborales se fabricaron esas prendas para ser tan baratas? Persson confirmó que Zara, Primark, Tchibo, C&A y H&M se caracterizan por el trato injusto a sus trabajadores en el extranjero.

En África, las trasnacionales Hershey’s, Mars y Nestlé dominan la industria del chocolate. Las fincas cacaoteras usan mano de obra de Ghana, Costa de Marfil –que suministra el 70 por ciento de la materia prima vendida en el planeta–, Guinea, Camerún y Nigeria. Ahí es usual el trabajo de menores de edad a quienes pagan un dólar diario.

 

 

Con esa abundante fuerza de trabajo, las empresas occidentales obtienen ganancias multimillonarias, sin proporcionar contratos ni servicios de salud. Esas firmas también violan derechos laborales en plantaciones de Brasil y Colombia. Igual que sus colegas africanos, los trabajadores se hacinan en chozas sin agua potable y se alimentan de plátanos y camote. Ningún gobierno impide estos abusos.

América Latina es ejemplo de informalidad laboral. Más de 140 millones de trabajadores –el 51 por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA)– trabajan en este sector. Desde marzo de 2020 se perdieron 49.5 millones de puestos de trabajo formales e informales, de los cuales 23.6 millones eran ocupados por mujeres.

En esta región, la tasa de desempleo roza el 9.6 por ciento y no se espera pronta recuperación, alertó la OIT en febrero de 2021. Por tanto es informal una de cada dos personas con salario y un tercio labora por cuenta propia, estima a su vez la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe (CEPAL).

Ser trabajador en países subdesarrollados implica el riesgo de ser víctima de superexplotación, mucho más que sus homólogos de los países desarrollados, definió Ruy Mauro Marini. En Argentina, con el 40 por ciento de la población en la pobreza, es épico y revolucionario crear trabajo digno. Esta meta es difícil por su alta inflación y una deuda de 44 mil mdd con el Fondo Monetario Internacional (FMI), comenta Aldo Duzdevich.

“¡Arriba los pobres del mundo! De pie los esclavos sin pan y gritemos todos unidos ¡Viva la Internacional!”, rezaba una manta exhibida por sindicatos y estudiantes de Medellín, Colombia, en 2018. Protestaban contra el alto costo de la vida para trabajadores del campo y exigían aumento de salarios. No los atendió su gobierno; y este 2022, año de elección presidencial, estos campesinos exigen nuevamente respeto a sus derechos.

 

Muerte, acoso y violencia

En 2020, la organización Human Rights Watch instó a Francia a emprender reformas laborales para erradicar el fenómeno del “sufrimiento en el trabajo” que ocasiona el suicidio. La Confederación Democrática del Trabajo (CDT) respaldó este llamado y exigió al gobierno de Emmanuel Macron brindar atención a los trabajadores que sufren este problema.

Entre 1996 y el 2000, Francia, Argentina, Rumania, Canadá y Reino Unido registraron las tasas más elevadas de agresiones y acoso sexual en lugares de trabajo, según el informe Violencia en el Trabajo de la OIT. En EE. UU. unas mil personas morían al año en su sitio de trabajo.

En 2015, España lideraba los casos de explotación laboral en los sectores agrícola, forestal, hotelero, construcción, servicios alimentarios y trabajo doméstico, según la Agencia Europa de Derechos Fundamentales (AEDF). Entre 2015 y 2021 se registraron casos de grave explotación en Portugal, Alemania, Francia, Croacia, Chipre, Grecia, Hungría, Italia, Lituania, Malta y Polonia.

La explotación produce “muerte por fatiga”, frecuente en talleres clandestinos del mundo en desarrollo (sweatshops), porque el esfuerzo físico y las malas condiciones desgastan letalmente a los trabajadores. Al igual que en las grandes firmas, este síndrome se presenta también en empleadas domésticas en los países de la Unión Europea (UE), cuyos empleadores se aprovechan de la vulnerabilidad de estas trabajadoras.

Altos funcionarios también sufren acoso. Philip Rutnam, empleado de alto nivel del Reino Unido, denunció que sufrió una campaña “cruel y orquestada” y en marzo de 2021 pactó con su acosadora, la ministra del Interior, Priti Patel, para evitar un juicio por falta de respeto y consideración a su individualidad.

También la exactriz y esposa del príncipe Harry, Meghan Markle, fue acusada por sus exempleados de intimidación. Su vocero, Jason Knauf, denunció crueldad emocional y manipulación y otros alegaron que trabajar a su lado era intolerable. La defensa de Markle reveló que las acusaciones eran un ataque político-mediático.

La violencia laboral e intimidación por directivos y en grupo (mobbing o bossing) se dan en lugares de trabajo y en todos lados. Es cuando un hostigador (o varios) produce miedo, terror, desprecio, rechazo, represión pública o desánimo en el empleado, hasta causarle desánimo o enfermedad.

En Japón persiste el karoshi, la explotación laboral extrema que causa muerte por exceso de trabajo vía derrames cerebrales e infartos. En reacción, surgen los karojisatu: trabajadores que deciden acabar con su vida al no soportar su carga de trabajo, explica el estudio Karoshi y vidas perdidas, de la Universidad de Osaka.

Se denuncia al sector tecnológico por explotar al personal con largas jornadas, no pagar horas extras, controlarlo por miedo y azuzar a empleados a pelear entre sí. En Japón se las llama buraku kigyo (empresa negra) y en Occidente los trabajadores pasan la voz contra esas compañías.

“Cuando te levantas ansioso por empezar tu labor diaria, te sentirás afortunado por no ser empleado de estas firmas de cultura laboral tóxica ¡Aléjate!”, alerta el portal Money Wise (Dinero prudente), cuyo ejemplo debería imitarse en México.

En el primer trimestre de 2021, más de 26 mil 300 personas renunciaron a sus empleos por acoso; dos de cada tres eran mujeres. Son apenas seis países los que han ratificado la norma internacional contra el acoso laboral: Uruguay, Argentina, Ecuador, Fiji, Somalia y Namibia. Lo dicho: es el fin del “trabajo decente”.


Escrito por Nydia Egremy .

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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