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Este lunes se cumplen 110 años del nacimiento del poeta dominicano Héctor Incháustegui Cabral (1912-1979). Fundamental para entender la poesía antillana y considerado el más importante poeta social de su patria, Incháustegui incursionó también en la crítica literaria con De literatura Dominicana Siglo XX (1969), libro de ensayos en el que valora la contribución de una nueva generación de poetas en su país. A su actividad literaria se sumó su labor como pedagogo, periodista y diplomático; en 1952 recibió el premio Pedro Henríquez Ureña y entre otros importantes cargos desempeñó los de presidente de la Sociedad Nacional de Escritores, Vicepresidente de la Sociedad de Autores y Compositores Dramáticos de la República Dominicana y miembro correspondiente de la Real Academia Dominicana de la Lengua.
Entre su producción poética destacan Poemas de una sola angustia (1940); Rumbo a la otra vigilia (1942); En soledad de amor herido (1943); De vida temporal (1944). Canciones para matar un recuerdo (1944); Versos (1950); Muerte en el Edén (novela en verso, 1951); Casi de ayer (1952); Las ínsulas extrañas (1952); Revelación vegetal (1956); El pozo muerto (1960); Miedo en un puñado de polvo (1964); Por Copacabana buscando (1964); Diario de la guerra-Los dioses ametrallados (1967); Poemas de una sola angustia, obra poética completa 1940-1976 (1978, recopilación para la que retoma el título de su primer libro); Escritores y artistas dominicanos (1979); y La sombra del tamarindo (1984).
La obra poética de Incháustegui es de una vigorosa y realista protesta social, se inscribe en el movimiento de vanguardias latinoamericanas y aborda el sufrimiento de su pueblo, que enfrenta una vida de miseria, explotación y abusos. El paisaje no es un elemento al que recurra para cantar porque sí a su patria con tono sensiblero, sino un personaje más, doliente, agraviado por siglos de colonialismo devastador.
En Canto triste a la patria bienamada, que hoy compartimos, el poeta nos guía en un vertiginoso recorrido por su país desde la ventanilla de un auto en movimiento, a través de la que se pueden contemplar las penurias y el sufrimiento de hombres y mujeres, así como la muda tortura de un paisaje en ruinas cuyas penas se clavan para siempre como dardos en el corazón del poeta, que éste equipara con un acerico (alfiletero). La nación es ahora un pájaro en una jaula de bambú y los “treinta mil” ríos que contemplaron asombrados los conquistadores son cosa del pasado: todo se lo ha llevado la devastadora codicia de unos cuantos.
Patria...
y en la amplia bandeja del recuerdo,
dos o tres casi ciudades,
luego,
un paisaje movedizo
visto desde un auto veloz:
empalizadas bajas y altos matorrales,
las casas agobiadas por el peso de los
[años y la miseria,
la triste sonrisa de las flores
que salpican de vivos carmesíes
las diminutas sendas...
Una mujer que va arrastrando su fecundidad
[tremenda,
un hombre que exprime pacientemente
[su inutilidad,
los asnos y los mulos,
miserable coloquio del hueso y el pellejo;
las aves de corral son pluma y canto apenas,
el sembrado sombra,
lo demás es ruina...
Patria,
es mi corazón un acerico
en donde el recuerdo va dejando
lanzas de bien aguzadas puntas
que una vez clavadas temblorosas quedarán
por los siglos de los siglos.
Patria,
sin ríos,
los treinta mil que vió Las Casas
están naciendo en mi corazón...
Patria,
jaula de bambúes
para un pájaro mudo que no tiene alas,
Patria,
palabra hueca y torpe
para mí, mientras los hombres
miren con desprecio los pies sucios y
[arrugados
y maldigan las proles largas,
y en cada cruce de camino claven una bandera
para lucir sus colores nada más...
Mientras el hombre tenga que arrastrar
enfermedad y hambre,
y sus hijos se esparzan por el mundo
como insectos dañinos,
y rueden por montañas y sabanas,
extraños en su tierra,
no deberá haber sosiego,
ni deberá haber paz,
ni es sagrado el ocio,
y que sea la hartura castigada...
Mientras haya promiscuidad en el triste
[aposento campesino
y solo se coma por las noches,
a todo buen dominicano hay que cortarle
[los párpados
y llevarle por extraviadas sendas,
por los ranchos,
por las cuevas infectas
y por las fiestas malditas de los hombres...
Patria...
y en la amplia bandeja del recuerdo,
dos o tres casi ciudades,
luego,
un paisaje movedizo,
visto desde un auto veloz:
empalizadas bajas y altos matorrales.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.