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En este poema de Ignacio Rodríguez Galván pueden identificarse claramente, y de principio a fin, múltiples rasgos distintivos del primer romanticismo, corriente en la que fue pionero el poeta hidalguense. Un escenario nocturno y plenilunar, unas ruinas llenas de historia, aterradores sonidos que atormentan el ánimo de un solitario espectador que, exaltado, vuelve los ojos a otro tiempo y piensa en los héroes que se han ido. La noche y la luna atestiguan la ensoñación del poeta-personaje en el histórico bosque de Chapultepec, escenario perfecto para la aparición del fantasma de Cuauhtémoc, invocado previamente y que se presenta con toda su majestad y simbolismos. Después de recibir los honores de su atónito interlocutor y la invitación a volver de entre los muertos para reconstruir la grandeza del imperio mexicano, lamenta los gloriosos tiempos idos y la irreversible devastación del Anáhuac.
–¡Ya mi siglo pasó. Mi pueblo todo
jamás elevará la oscura frente
hundida ahora en asqueroso lodo.
Ya mi siglo pasó. Del mar de Oriente
nueva familia de distinto idioma
de distintas costumbre y semblantes,
en hora de dolor al puerto asoma;
y asolando mi reino, nuevo reino
sobre sus ruinas míseras levanta;
y cayó para siempre el mexicano,
Y ahora imprime en mi ciudad la planta
el hijo del soberbio castellano.
Ya mi siglo pasó.
Al persistente interrogatorio del poeta, el fantasma del héroe responde benevolente que más le valiera renunciar a su curiosidad, pues el precio del saber es demasiado alto, pasa por recorrer el mundo y conocer las injusticias de que éste se encuentra lleno. A continuación, Rodríguez Galván pone en boca del más grande héroe mexicano una contundente y actual condena a la injusta sociedad mexicana:
El justo, que navega
y de descanso al punto nunca llega.
Y en palacios fastuosos
el infame traidor, el bandolero,
holgando poderosos,
vendiendo a un usurero
las lágrimas de un pueblo a vil dinero.
La virtud a sus puertas
gimiendo de fatiga y desaliento,
tiende las manos yertas
pidiendo el alimento,
y halla tan solo duro tratamiento.
El asesino insano
los derechos proclama,
debidos al honrado ciudadano.
Y más allá rastrero cortesano,
que ha vendido su honor, honor reclama.
Hombre procaz, que la torpeza inflama,
castidad y virtud audaz predica,
y el hipócrita ateo
a Dios ensalza y su poder publica.
Una no firme silla
mira sobre cadáveres alzada. . .
Pueblo desdichado, sin caudillos que lo guíen, esclavo de extranjeros, de nada sirve lamentarse cuando es hora de convertir “los tronos en hogueras / y las coronas en serpientes fieras”. El paralelismo entre el mexica y otros imperios desaparecidos no deja duda; otros ilustres fantasmas rondan las ruinas de antiguos campos de batalla en la poesía épica, a la que La profecía de Guatimoc se eleva, colocando al gran emperador azteca en el mismo “cielo” que Alejandro, Aquiles o César.
¿Qué es de París y Londres?
¿Qué es de tanta soberbia y poderío?
¿Qué de sus naves de riqueza llenas?
¿Qué de su rabia y su furor impío?
Así preguntará triste viajero;
fúnebre voz responderá tan solo:
y ¿qué es de Roma y Atenas?
Y antes de que el astro rey brille en el cielo nuevamente, el fantasma del héroe completa su profecía, asegurando la venganza a los oprimidos, antes de sumergirse en el profundo lago.
El que del infeliz el llanto vierte,
amargo llanto verterá angustiado;
el que huella al endeble, será hollado;
el que la muerte da, recibe muerte;
y el que amasa su espléndida fortuna
con sangre de la víctima llorosa,
su sangre beberá si sed lo seca;
sus miembros comerá si hambre lo acosa.
Desvanecida la visión, el poeta vuelve en sí, dudando si ha sido realidad o fantasía todo lo que sus ojos vieron; la luz del día contrasta con el ambiente tétrico anterior, arrojando luces de esperanza sobre el México devastado que pintara el poeta.
¿Fue sueño o realidad? Pregunta vana...
sueño sería, que profundo sueño
es la voraz pasión que me consume;
sueño ha sido, y no más el leve gozo
que acarició mi faz; sueño el sonido
de aquella voz que adormeció mis penas
sueño aquella sonrisa, aquel halago,
aquel blando mirar... desperté súbito
y el bello Edén desapareció a mis ojos
como oleada que la mar envía
y se lleva después. Solo me resta
atroz recuerdo que me aprieta el alma
y sin cesar el corazón me roe.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.