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Alguna vez, de pronto, me despierto
Alguna vez, de pronto, me despierto:
un dolor me recorre tenazmente,
un dolor que está siempre, agazapado,
por saltar, desde adentro.
Entonces tengo miedo.
Entonces, me doy cuenta que estoy sola
frente a mí, frente a Dios, frente a un espejo
lleno de mis imágenes,
de rostros polvorientos.
Estoy sola, pero siempre estoy sola:
es lo único cierto.
El amor era un huésped,
la soledad es siempre el compañero
que permanece al lado, inconmovible.
Lo único seguro, verdadero.
Oigo mi corazón, vieja campana
que dobla y que golpea,
que rebota en las sienes y en la nuca
y en la boca y los dedos.
Es cierto, tengo miedo.
Miedo de no poder gritar, de pronto,
de que ya sea demasiado tarde
para un ruego.
La costumbre ahoga las palabras
y alarga el desencuentro.
Ah, tantas cosas quedarán ocultas,
perdidas, sin recuerdo,
tantas palabras que no fueron dichas,
tantos gestos.
Unos dirán: Yo sé, la he conocido,
fue una ardiente rebelde,
se desolló las manos y la vida
por defender los que creyó más débiles.
Otros dirán: Yo sé, la he conocido,
era dura, malévola,
avara de ternura, con la boca
mostraba su desprecio.
Alguien dirá: Y cómo sonreía…
Qué importa
lo que vendrá después del gran silencio.
Claro que tengo miedo.
Así, en la madrugada
mientras algún dolor –un dolor, siempre–
va hincando sus agujas en mi cuerpo,
abro las manos en la sombra dulce
para atrapar mi soledad, de nuevo,
y me quedo a su lado, sin moverme,
con los ojos abiertos
la vida detenida.
Toda mi sangre es un temor inmenso.
Está bien. Seré dulce y obediente
Está bien. Seré dulce y obediente
o lo pareceré. Te da lo mismo:
necesita, de pronto, tu egoísmo
que yo me quede así, sumisamente,
Sin sufrir, sin dolor, sin aliciente,
sin pasiones al borde del abismo,
sin mucha fe ni un gran escepticismo,
sin recordar la esclusa ni el torrente.
Necesitas las llamas sin el fuego,
que el fuego del amor no sea un juego
y que esté el rayo aquí, sin la tormenta.
Quieres que espere así, sin esperarte,
que te adore también sin adorarte
y estar clavado en mí, sin que te sienta.
Este sabor de lágrimas
Gris y más gris. No estás, y yo estoy triste
de una tristeza apenas explicable
con palabras, y de una imperturbable
soledad, que por ti nace y existe.
Siempre de gris, mi corazón se viste:
polvo y humo, ceniza abominable,
y la envolvente bruma irrenunciable
que estaba ayer. Y hoy. Y que persiste.
Gris a mi alrededor. Contra mi mano
la nube espesa se va abriendo en vano
porque el fuego que soy no está encendido
y hay niebla en lo que miro y lo que toco.
Ah, yo no sé... Tal vez te odio un poco
porque está gris y llueve y no has venido.
No es el amor, lo sé, pero es de noche...
No es el amor, lo sé, pero es de noche
y yo estoy sola, frente al mar que espera
con las uñas viscosas de sus algas
y el sello de la sal sobre sus piedras:
sin cesar, desde el agua y las espumas
mil ramajes de brazos me recuerdan
que aguardan todavía
tendiéndome su ausencia.
Las mismas olas que devoran barcos,
que van hundiendo mástiles y velas,
tiran siempre de mí
salvajemente
ceñidas, enroscadas, como cuerdas.
No es el amor, lo sé, pero qué importa:
tiene su mismo rostro hecho de niebla
y su temblor febril y su acechanza,
tiene sus manos blandas que se aferran
con dura precisión.
Tiene su misma insólita presencia
con el prestigio de un fulgor pasado
y la futura soledad que empieza.
Tiene sin duda del amor la insidia
y el desgajado abandonar reservas
hasta quedar desnudo
como un árbol reseco.
Tiene el rondar la sangre
como un fantasma hambriento
sobre la inaccesible piel del mundo,
lamiendo inútilmente su corteza,
desesperado, ávido,
con la exacta impaciencia
del querer, del después,
del otoño y la espera.
Y aquel recomenzar desde la bruma
que es su signo quizá.
Y su señal más cierta.
No sé cuándo ha llegado:
es como un viejo amigo que regresa
con el rostro cambiado por los viajes,
las fiebres, el alcohol, las peripecias.
Reconozco sus rasgos,
su voz que ha enronquecido, pero es ésta,
su antigua voz que dice otras palabras
semejantes a aquéllas.
No es el amor, lo sé, y sin embargo
es su paso otra vez, y las caricias
recobran los caminos sin urgencia.
No hay palabras, y puedo estar callada:
todo es tan simple así, tan sin sorpresa
y es tan fácil estar, tan necesario.
No es el amor, tal vez. ¿Y si lo fuera?
Julia Prilutzky
Fue una poetisa ucraniana naturalizada argentina, nació en Kiev en 1912 y murió en Buenos Aires el ocho de marzo de 2002. Pasó parte de su niñez en Salamanca, España donde conoció a Miguel de Unamuno, Benito Quinquela Martín y Alfredo Palacios, su primera influencia literaria. En 1936 fundó el grupo Veinte Poemas Jóvenes y un año después comenzó a trabajar en el diario La Nación y las revistas El hogar, El mundo y Para ti.
Como directora de la revista cultural Vértice tuvo sus mayores éxitos periodísticos, entrevistó a importantes personalidades como Lin Yutang, el papa Paulo VI y Franklin Roosevelt, entre otros. Durante las décadas del 40 y del 50 no trabajó en Argentina, por la instauración de la llamada Revolución Libertadora fue perseguida durante la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu, junto con otras personalidades de la cultura: poetas, escritores y periodistas como Leopoldo Marechal, Nicolás Olivari, Fermín Chávez, Arturo Jauretche, Zoilo Laguna, María Granata, etc. Regresó a su país hasta la caída de la dictadura de Aramburu.
En 1972 publicó Antología del amor, volumen con seis de sus libros editados entre 1939 y 1967. Muchos de esos poemas fueron musicalizados por artistas como Héctor Stamponi, Eladia Blázquez y Chico Novarro. Entre sus obras publicadas pueden destacarse Pablo en nuestra piel, Títeres imperiales, La patria y Quinquela Martín, el hombre que inventó un puerto.
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Escrito por Redacción