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Ignacio Manuel Altamirano
Fue un exponente del liberalismo mexicano, participó en la Revolución de Ayutla, la Guerra de Reforma
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Ignacio Manuel Altamirano. Nació en Tixtla, Guerrero, el 13 de noviembre de 1834. De origen indígena (sus padres eran chontales) no aprendió el español hasta los 14 años. En 1849 obtuvo una beca para el Instituto Literario de Toluca, donde fue discípulo de Ignacio Ramírez “El Nigromante”. Fue un exponente del liberalismo mexicano, participó en la Revolución de Ayutla, la Guerra de Reforma y la Segunda Invasión Francesa; además, sentó las bases de la instrucción primaria gratuita, laica y obligatoria. Orador y periodista radical, los conservadores lo llamaron “el Marat de los puros”; durante este tiempo escribió numerosas novelas y ensayos en periódicos y revistas como El Correo de México, El Renacimiento, El Federalista, La Tribuna y La República; es considerado padre de la literatura nacional y maestro de la segunda generación romántica con sus novelas El Zarco, La navidad en las montañas y Clemencia; su principal obra poética se agrupa en Rimas (1880). Falleció el 13 de febrero de 1893. 

Al pie del cañón

                                            Transeat a me calix iste

Vengo a tu templo con la faz sombría

y con el alma enferma de pesar,

buscando alivio en la desgracia mía

junto a la yerta losa de tu altar.

Jamás te importuné con mis plegarias;

sufría … y nada te pedí, Señor;

yo he gemido en mis noches solitarias

devorando en silencio mi dolor.

Pero hoy no puedo más… hoy sí te pido

que termines clemente mi sufrir;

un siglo de pesar mi vida ha sido;

es mi esperanza única morir.

No me aguarda en el mundo sino llanto,

miseria, desengaño, padecer,

eterno desamor, tenaz quebranto,

soledad y tristeza por doquier.

Yo no tengo ya objeto en mi camino,

la estrella de mi norte se eclipsó;

voy cual desierto buque sin destino,

que horrible temporal despedazó.

Tú no querrás que viva encadenado

a una existencia desdichada así,

por el triste recuerdo atormentado

de la dulce esperanza que perdí.

Ya basta de sufrir; tras largos días

de pesar silencioso y hondo afán,

siento acabarse ya las fuerzas mías,

secas las fuentes de mi llanto están.

Tu que concedes a otros en el mundo

honores, bienestar, oro y poder,

ten compasión de mi pesar profundo,

concédeme la dicha de no ser.

¿He de apagar cual bárbaro homicida

la luz que anima mi existir, Señor?

Jamás lo intentaré, tuya es mi vida…

¡Pase de mí este cáliz de dolor!

Perjurio

Pálido el rostro, en lágrimas bañado,

y ocultando en mi hombro tu alba frente,

con el seno oprimido y agitado,

mi mano presa entre la tuya ardiente.

Murmuraste tu adiós. “Voy a alejarme”

-Te dije, “y voy de mi lealtad seguro;

¿en tu constante amor podré fiarme?”

-Tú respondiste: “¡Siempre! ¡Te lo juro!”.

Me aparté de tus brazos mudo y triste,

un infierno llevando el alma mía;

tú, mi mano al soltar, desfalleciste

trémula y desmayada en tu agonía.

¡Delirios del amor!... ¿Quién en la vida

cree ya del juramento en la locura,

si el alma, reina en sierva convertida

a romper sus cadenas se apresura?

¡Siempre!... ¡Si apenas nace el sentimiento

cuando el cansancio presuroso llega!

¡Si el deleite que dura es un tormento!

¡Si la luz que más brilla es la que ciega!

¡Siempre!... ¡La realidad de la existencia,

del ideal los sueños desbarata;

y del amor la fugitiva esencia

el soplo de los tiempos arrebata!

¡Siempre!... ¡Imposible y loco devaneo!

del recuerdo la lumbre, en la memoria

solo se aviva al soplo del deseo.

¡Tal es del alma la constante historia!

¡Tierra del corazón! ¡Tierra mezquina

do nada vive, ni arraigarse quiere!

Donde hasta el mal efímero germina

y así naciendo fructifica y muere!

Henos aquí del uno el otro lejos;

las tristes horas del adiós pasaron…

Y del amor los tímidos reflejos

en el mar de la ausencia se apagaron.

En la ilusión de ayer, ¿quién piensa ahora?

¿verdad que me olvidaste?... Lo presumo,

y a mí, otro fuego el alma me devora:

¿Lo ves, mujer?... el juramento es humo.

Y así debe de ser: ¿la confianza

quién en ajeno corazón encierra?

¿Quién va a plantar la flor de la esperanza

sobre ese limo que arrojó la tierra?

Que nunca el alma la tristeza oprima

y de hoy el lazo que el de ayer deshaga;

porque el amor guardándose, lastima;

solo el que pasa fugitivo, halaga.

Y ha de vivir, la vida del perfume

que exhala el cáliz de la flor temprana;

la del débil rocío que consume

el primer resplandor de la mañana.

Y así, señora, demos el olvido

eso que el labio prometió inexperto;

guardando nuestro amor… fuera mentido,

pasó muy pronto, pero así fue cierto.

Desde hoy, indiferencia: si algún día,

por el mismo camino nos cruzamos,

la faz serena y la mirada fría,

no dirán que culpables perjuramos.

Nadie sabrá que un tiempo los sentidos

ebrios de nuestro amor, y tantas veces,

en apurar pasamos embebidos

del deleite la copa hasta las heces.

Nadie sabrá tampoco que hora alguna

de placer, amargó letal tormento;

que nuestro corazón sintió importuna

la espina de tenaz remordimiento.

Nada quitó mi amor de tu belleza,

ni el fuego intenso que en tus ojos brilla,

ni la altivez que anima tu cabeza,

ni las rosas que tiñen tu mejilla.

Ni un surco más en la tostada frente,

ni una lágrima menos en la vida,

ni otro dolor que mi desdicha aumente.

Nada me deja tu lealtad perdida.

¡Y adiós!... que el goce del perjurio pueda

darte más dicha que te di, señora;

que yo, el absintio que en el labio queda

voy a endulzar con mi placer de ahora.

En el álbum de J.

Señora, ¡adiós!... En los oscuros días

en que huyó de mi Patria la victoria,

un pobre canto a mi amistad pedías;

yo te dejo mi adiós. En tu memoria.

Y entre dulces recuerdos de ventura,

conserva esta palabra de amargura,

guarda esta ronca voz de despedida

y siga siempre tu mirada pura

la negra estela de mi triste vida.

Mujer de corazón, patriota ardiente,

¡Cuánto vas a sufrir al ver hollada

dentro de poco por extraña gente,

de nuestra tierra la ciudad sagrada!

Dios vele sobre ti, mientras que fiera

la adversidad nuestra bandera azota,

mientras que osado el invasor impera

y vuelve aliento el alma del patriota.

Yo te dejo mi adiós, bella señora,

en cambio llevo tu amistad querida

que brillará cual lumbre bienhechora

entre las densas nieblas de mi vida.


Escrito por Redacción


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