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Entre el Estado y el mercado
El Estado puede, y debe, intervenir para corregir los “fallos del mercado”; sin embargo, existe el riesgo de que el Estado se arrogue el poder absoluto, como hoy con la 4T, y genere una situación de desabasto y carencias mil.
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El mercado es de antiguo un mecanismo de distribución de los bienes materiales; es la compra-venta, intercambio de mercancías por dinero; difieren de los productos, obra también del trabajo humano, en que éstos son aprovechados por quien los produce, como el campesino que cultiva maíz y lo consume. En Mesopotamia y en Egipto surgen el dinero y las mercancías; más tarde los fenicios, mercaderes por excelencia, dominaron toda la cuenca del Mediterráneo.

Sin embargo, el mercado no ha sido siempre el mecanismo predominante de intercambio. Durante la mayor parte de la existencia de la especie humana hubo antes otras formas, como el trueque, que todavía no es, stricto sensu, un mercado, toda vez que no interviene el dinero. Digamos de paso que, como reza el principio filosófico, todo aquello que ha nacido deberá algún día morir y solo lo que no nació no morirá; de ahí puede inferirse lógicamente que en algún momento futuro de la humanidad, por lejano que éste sea, habrá formas nuevas de distribución de los satisfactores materiales que sustituyan al mercado. Pero en tanto subsistan las condiciones que lo hacen necesario, permanecerá, y es menester aprender a manejarlo.

Es con el capitalismo donde alcanza su apogeo: una sociedad donde todo va al mercado, mismo que, aunque no de golpe, termina devorando la producción, o lo fundamental de ella. La propia fuerza de trabajo no fue siempre mercancía pagada con el salario. Es en el capitalismo donde este fenómeno deviene dominante y característico. Cuando los trabajadores fueron despojados de sus medios de producción, se vieron obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado, donde también debían adquirir, por necesidad, sus medios de subsistencia que antes producían y consumían directamente. Los trabajadores crean la riqueza pero ésta escapa a su control: la llamada enajenación de la mercancía.

El mercado impone su imperio y determina la vida social; pero en realidad, eufemismos aparte, es una “palabra máscara”, aquéllas que, como alguien atinadamente ha definido, más que expresar una realidad la ocultan: en este caso, el interés de los grandes empresarios. Pues bien, ese ente abstracto, “el mercado”, determina quién trabaja y quién no, el monto de los salarios y la suerte de las familias, pues decide qué trabajadores son “superfluos”, ocasionan “costos laborales excesivos”, y deben ser despedidos para elevar la competitividad empresarial –en beneficio de los dueños, pero a costa de los trabajadores–. El mercado determina también los planes de estudio de las universidades, qué carreras “conviene” a los jóvenes estudiar, cuáles son las más demandadas y mejor pagadas. También qué música o género de películas se ofrecen en cine, radio o televisión: obviamente las que más “vendan”; igual en el rating: deben preferirse y conservarse programas en horarios preferenciales según su rentabilidad, así tengan los peores contenidos, incluso para la salud mental. El mercado manda.

Además, es discriminador por naturaleza. Millones de pobres quedan excluidos de este esquema de distribución. Solo quienes tengan dinero para comprar (la demanda solvente o efectiva) podrán acceder a los satisfactores, reducidos todos a mercancía; quienes no, y son la mayoría, por más que necesiten, por ejemplo una medicina, alimento, un cobertor para el frío, que se olviden. En el extremo, si no hay compradores para determinadas mercancías, éstas deben destruirse o reducirse su producción porque no es “costeable”, así sean indispensables.

El neoliberalismo es la expresión más brutal de la economía basada en el mercado, donde además los monopolios imponen precios exorbitantes y controlan la producción a conveniencia. Es el paraíso de los corporativos, el reino de la desregulación y de la total subordinación del Estado a las empresas. Su lema, desde tiempos del liberalismo clásico, empleado por vez primera por el economista francés Vincent de Gournay, seguidor de la escuela fisiócrata del Siglo XVIII, es laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même (dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo). Significa la reducción al mínimo de normas, obligaciones y sanciones a las empresas que dañen a la sociedad.

Pero contra la creencia fetichista, muy generalizada, el mercado no es ese ente intocable, quasi sagrado, con vida propia y poderes místicos sobre los hombres; como decía Smith: un modelo perfecto de equilibrio, capaz de autocorregirse cuando, si acaso ocurre, llega a descontrolarse. La realidad es otra. Es una relación humana, entre vendedores y compradores de mercancías y, como tal, falible, con tremendos y aterradores efectos de acumulación de la riqueza y empobrecimiento de la mayoría; creador de externalidades negativas, como el cambio climático, destrucción de bosques, contaminación de aguas, aire y suelos, extinción de especies, entre muchas otras. Pero esto no es una fatalidad. Contrario a la prédica de sus defensores, es perfectamente susceptible de ser organizado y reorganizado, según conveniencia social, como admiten economistas de pensamiento libre.

El Estado puede, y debe, intervenir todo lo necesario para corregir los “fallos del mercado”, mediante mecanismos legales y económicos. Esto ya ocurrió en la historia reciente de México durante el predominio del modelo de Sustitución de Importaciones, más concretamente, mientras perduró el Estado de Bienestar –cuando aún se dejaba sentir la herencia justiciera de la Revolución Mexicana–, y donde el Estado garantizaba el acceso de la gran mayoría a numerosos satisfactores. Así sucedió desde los años cuarenta hasta 1982, término del gobierno de José López Portillo, “último Presidente de la Revolución”, como él mismo se autoproclamaba.

Sin embargo, y como realmente acaeció, existe otro riesgo: que el Estado se arrogue el poder absoluto, como hoy con la 4T, y genere una situación de desabasto y carencias mil. Ejemplo vivo es el acceso a la vacuna contra el Covid-19: como el gobierno asumió el monopolio total, impide a otras instituciones o empresas intervenir, y la necesidad queda insatisfecha. Igual es la falta de medicinas para niños con cáncer, vacunas del cuadro básico y medicamentos en general; todo esto por la troglodita incompetencia del actual gobierno que, en su ignorancia, pretende suprimir los mecanismos de mercado sin saber qué poner en su lugar, terminando por hundir al país en el caos. Así se vio también en los días de escasez de gasolinas, y en los apagones por falta de gas. En vez del mercado depredador, un gobierno inepto y despótico. Es como saltar de la sartén a la lumbre.

Así, un Estado que avasalla es el otro extremo, igualmente pernicioso, de un mercado que avasalla. En un caso, como el neoliberalismo típico, tenemos la dictadura pura del mercado; en el otro, el modelo neoliberal 4T, el poder absoluto del Estado, sin que deje de estar al servicio de un sector muy poderoso del empresariado que ha hecho su agosto con este gobierno; consorcios a los que obedece, como cualquiera ve, no obstante el discurso “antiempresarial” del Presidente. Los extremos se tocan.

Se requiere, en fin, un sano equilibrio, como viene ocurriendo en China, donde el Estado, como representante de la sociedad, asuma la función rectora pero sea capaz de coexistir con el mercado, lo regule y acote, ponga controles, pero sin impedirle actuar; lo corrija y complemente, evitando sus excesos. Nada menos en estos días vemos cómo en aquel país el Estado sabe poner orden haciendo respetar la ley, incluso a poderosísimos corporativos como Alibaba y otros del sector electrónico, videojuegos, etc., todo para salvaguardar el interés social. En México, lamentablemente, el discurso marcha en un sentido y la práctica en el opuesto.


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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