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Son veinte los cantos en que se divide El Peregrino Indiano, extensa epopeya compuesta en octavas reales (estrofas de ocho versos endecasílabos) por Antonio de Saavedra Guzmán en 1599. En el Canto Primero narra la salida de Cuba de Hernán Cortés; el poeta se detiene en el retrato de los capitanes de su armada: Antonio de Salaminos, Juan de Grijalba, Diego Velázquez, Andrés de Duero, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Alonso de Ávila, Diego de Ordaz, Jorge de Alvarado, Francisco de Morla, Francisco de Montejo, Francisco de Salceda, Francisco Hernández, Juan de Escalante, Juan Velázquez de Leóny Pedro de Escobar.
Joaquín García Icazbalceta, en el prólogo a la edición de 1879 del poema épico señalaba que “a vueltas de mucho malo no falta algo bueno”; pues bien, en ese algo bueno sin duda hay que incluir los destellos de verdadera poesía, que alcanza universalidad cuando abandona el elogio cortesano. El poeta olvida la valentía y el arrojo de los conquistadores y se detiene, con bien lograda forma a describir el huracán que sorprende a los expedicionarios en altamar, los conduce a la desesperación y se convencen de que ahí morirán; entonces, unos prometen entrar a un monasterio, otros ir en peregrinación a los lugares santos y otros más enmendar toda una vida de yerros; pero amainado el temporal, en cuanto se ven a salvo –dice Saavedra– todos olvidan sus promesas.
Cual veis traer el agua, que encañada
viene por vaso estrecho, a ser subida
con la furia que trae apresurada,
de súbita violencia combatida,
ansí se vio la nao arrebatada,
de las furiosas olas impelida,
tal vez se ve llegar al alto cielo,
y otras en el profundo y bajo suelo.
Boreas con un ímpetu violento,
al navío de Morla fue volando,
que casi le ha sacado de su asiento
la quilla, con las olas palpitando,
el timón le arrebata en un momento,
estaba ya la gente agonizando,
alzando al cielo voces y alaridos,
tristes plegarias, míseros gemidos.
Quien vido un levantado remolino
de todos cuatro vientos contrastado
que a la celeste esfera hace camino
impelido del viento y arrojado;
ansí la nao de Morla, su destino
la hubiera hasta las nubes levantado,
que de un turbión de viento arrebatada
casi fuera del fiero mar sacada.
Unos hacen promesas a Santiago
donde sin duda irán en romería,
el otro al mundo da carta de pago
con casta religión que proponía;
otros dicen, Señor, promesa hago
de morir en Jesús tu compañía;
otros, que a Guadalupe irán sin duda
si a cumplirlo fortuna les ayuda.
Oh gente miserable, inadvertida,
de ciega obstinación alimentada,
que hasta el último trance de la vida
dejas tu obligación tan olvidada;
cuan lejos va de ti cuanto perdida
hasta ver la fatal hora llegada;
y aún no el próspero bien has columbrado,
cuando de todo estás tan olvidado.
El Canto XIV refiere las batallas que en México Cortés hubo; y el haber ganado el templo; y la forzosa salida dél, y lo que le costó, y el sueño que el autor soñó. Se presenta aquí a un Hernán Cortés salvado “milagrosamente” por Pedro de Alvarado, quien lo engaña diciéndole que sus hombres van delante y lo convence de retirarse ante la matanza de lo que conocemos como “La Noche Triste”. El poeta romancea esta famosa derrota de los españoles, asegurando que el conquistador no huyó conscientemente de una muerte segura a manos de los aguerridos aztecas.
No se puede decir, señor supremo,
el lastimoso trance sucedido,
que aún referirlo ahora siento, y temo,
viéndome justamente enternecido;
hiere el clamor el coro más supremo,
turba el aire las voces y alarido,
los indios la victoria solemnizan,
y en nuestro daño injusto la bautizan.
Asieron a las manos los postreros,
que fueron dos a dos sacrificados
de las manos de aquellos carniceros
y algunos tienen vivos, enjaulados;
Cortés, que estaba ya de los primeros,
en lágrimas los ojos muy bañados,
dijo a Alvarado, dónde está la gente,
que me parece poca la presente.
Él respondió con grande astucia y maña,
marchar, que ya ha pasado, y toda viene,
fue inspiración del cielo, y cosa extraña,
que si así no lo dice, y lo previene,
Cortés aguarda con coraje y saña
al enemigo que furioso viene,
y de escaparse ya no hallaran medio,
que allí los acabaran sin remedio.
Marcharon a Tacuba, tierra llana,
adonde los dejó seguramente
la bárbara nación, que queda ufana,
haciendo inmolación del inocente;
era muy cerca ya de la mañana,
hicieron alto en parte suficiente,
para contar con lástima entrañable
el golpe de fortuna variable.
Murieron cuatrocientos y cincuenta
españoles, con cuatro mil amigos,
y cuarenta caballos, que a mi cuenta
hubo doscientos mil, y más testigos;
bien remató fortuna nuestra cuenta,
con tan acerbos golpes y castigos.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.