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El chicle es un producto originario de México. Según las crónicas de la época de la conquista en México –Fray Bernardino de Sahagún en Historia general de las cosas en la Nueva España–, “La causa por la que las mujeres mascan tzictli (chicle en náhuatl) es para echar la reuma y también porque no le hieda la boca (…) por aquello de que no sean desechadas”. El cronista agregó: “pero no la mascan todas en público (…) sino en sus casas; y las que son públicas mujeres (…) en todas partes, en el tiánquez (tianguis) sonando las dentelladas, como castañetas. Los hombres también mascan tzictli (…) empero hácenlo en secreto.” Como se puede ver, era una tradición ya antigua la de mascar chicle. Esta costumbre se expandió por todo el mundo cuando los soldados del ejército gringo llevaban dotaciones de goma de mascar y la compartían o vendían en los países donde actuaban militarmente. El chicle es una goma que se extrae del árbol de chicozapote (que crece hasta 40 metros de altura y es parte de la flora de las selvas de la península de Yucatán, Chiapas y Centroamérica). Aunque el chicle natural fue sustituido por uno hecho de forma sintética, actualmente –sobre todo en Europa– sigue consumiéndose el chicle “orgánico” aunque, dada su baratura, el que se vende más es el sintético.
La historia fílmica que hoy le comento, amigo lector, tiene que ver con la producción y comercio del chicle. Selva trágica (2020), de la realizadora mexicana Yulene Olaizola, nos cuenta la maldición de Xtabay, la diosa de la mitología maya; la directora sostiene dos versiones sobre el papel de esta deidad: una versión nos indica que es la protectora de las mujeres suicidas, a quienes, después de su muerte, las conduce a un paraíso especial, pues el suicidio era considerado entre los mayas como una forma muy honorable de morir. Es, en ese sentido, una deidad benefactora de las personas que se quitan la vida por sus sufrimientos; pero en otra versión, esta deidad es un ser maligno que provoca la muerte y el sufrimiento de los seres humanos, provoca la lujuria y los celos con resultados nefandos. La historia de Yulene Olaizola se inclina por esta segunda versión.
En 1920, en la frontera entre México y Belice, la mulata Agnes (Indira Rubie Andrewin) escapa con la ayuda de una enfermera y un esclavo –ambos afrocaribeños– que trabajan para un traficante inglés (Dale Carley), cuyo negocio es la extracción de la goma de chicle. Con la ayuda de su capataz Gildon (Gildon Roland), inician la persecución en la selva de los tres fugitivos. Gildon logra dar muerte a la enfermera y el esclavo. Agnes queda sola en aquellos inmensos bosques tropicales.
Es encontrada por un grupo de mexicanos que trabajan en la extracción del chicle. El grupo lo encabeza Ausencio (Gilberto Barraza), quien cree que es enfermera (dado que Agnes se puso la ropa de la fallecida), le encomienda a un trabajador enfermo, pero pasado un tiempo, abusa de ella. Sin embargo, la mulata crea un ambiente de tensión dentro del grupo que desemboca en la muerte de algunos de sus integrantes. Ausencio y su cuadrilla roban el producto extraído por los trabajadores del explotador inglés. Esto obliga a éste a iniciar la persecución de los mexicanos. No solo le interesa recuperar su valiosa mercancía, sino encontrar a Agnes.
En apariencia, esta historia es una expresión, en manos de Olaizola, de las creencias mitológicas de los mayas sobre la diosa Xtabay. Como si fuese una maldición para los que transitan por la selva. La crítica cinematográfica da una visión que no permite elucidar el verdadero sentido de la metáfora que nos brinda la realizadora mexicana: Agnes es la encarnación de Xtabay, pero visto ese papel aniquilador con el que se cumple la maldición, Agnes es el factor determinante –según la visión de algunos críticos– en el fracaso de aquellos hombres, pues provoca el desquiciamiento y la división de la cuadrilla de Ausencio. En realidad, la ambición y la falta de solidaridad y de sentimientos nobles son la causa fundamental del desenlace fatal de la historia. Los mitos, las deidades y sus relaciones con los humanos son, en el fondo, un reflejo de las relaciones sociales, de las virtudes, pero también de los vicios y deformaciones de los hombres moldeados en esas relaciones. Hay, por tanto, en esa metáfora cinematográfica de Yulene Olaizola, una lección subyacente: cuando se junta el papel disgregador de una mujer –que está lejos de mantener su honestidad como escudo ante el asedio masculino– con la ambición y la falta de escrúpulos de los hombres, el final es catastrófico.
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Escrito por Cousteau
COLUMNISTA