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Desde que el Estado funciona, principalmente, como un aparato que defiende los intereses de los sectores más “afortunados” de cualquier sociedad, es común ver un patrón en las personas que manejan las riendas principales de cada Estado. En el caso mexicano, por ejemplo, lo más común es ver que la historia de Presidentes de la República, de gobernadores, senadores, diputados, ministros, etc., está repleta de varones descendientes de clases medias cultas o de familias históricamente acaudaladas. Esta repetición, más o menos marcada en nuestra historia política era, y es, una de las muestras de que la democracia mexicana tenía, y tiene, un gran camino por recorrer para hacer partícipes de ella a todos los sectores de la población, a los más alejados del centro del país y también a los más alejados del desarrollo de éste.
Éste no es el único problema que acarrea la democracia mexicana, pero sí es de los pocos que han recibido respuesta de casi todos los principales actores políticos, los partidos. A su modo, cada partido ha tratado de presentarse como un ente receptivo de visiones diversas, siempre y cuando éstas mantengan como marco límite la postura política de tal partido. Tal vez la respuesta institucional que mejor ejemplifica esta situación es la “cuota de género” que el INE ha establecido para los partidos, en la que señala que cada partido debe permitir que mujeres y hombres participen en condiciones de igualdad en cualquier proceso electoral. Las medidas de este tipo han permitido que sucedan hechos importantes en la vida política de México, como que ya hayamos tenido a la primera mujer Secretaria de Gobernación, o que las pasadas elecciones por la gobernatura del Estado de México hayan sido protagonizadas solo por mujeres.
Sin embargo, esta representación de las mujeres en los puestos democráticos no ha sido suficiente para subsanar la ausencia de la participación activa de toda la población mexicana en la vida democrática, en gran medida, porque la obligación que tienen los partidos de proponer igualmente a hombres y a mujeres para los cargos de elección popular no los obliga a revisar cuál es la agenda política con la que tales participantes llegan. Así, aunque se presente una candidata, no se sigue que ésta legislará a favor de las mujeres.
Pero el problema de la representación no se soluciona solo desde una perspectiva de género, pues existen grupos igualmente vulnerables que continúan alejados de la vida democrática, por ejemplo, los diversos grupos indígenas, las minorías raciales, o los sectores con los deciles de ingreso más bajos.
Con todos estos grupos, la democracia mexicana tiene aún una gran deuda pero, desde mi punto de vista, el problema se agrava porque la forma en que se ha pretendido subsanarla es a través del uso vacío de tradiciones ancestrales (como AMLO cuando montó un espectáculo en el Zócalo para recibir el “bastón de mando” de 68 pueblos indígenas, ¿qué hizo después por este sector de la población?), o de la visita a comunidades marginales, hacer compromisos, tomarse una foto de recuerdo (como sucede en cada campaña electoral), pero nunca buscando formas efectivas para que estos grupos excluidos tengan mejores oportunidades para que sus comunidades, problemas, intereses, ocupen las grandes discusiones (y presupuestos) de las grandes dificultades de la nación.
Este afán de aparentar que los grupos más excluidos ahora sí serán representados lo veremos en las próximas elecciones, pero seguramente también veremos el mismo resultado: representación solo para ganar votos.
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Escrito por Jenny Acosta
Maestra en Filosofía por la Universidad Autónoma Metropolitana.