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Nació el ocho de marzo de 1892 en Melo, Uruguay. Su nombre original era Juana Fernández Morales, pero se hizo conocida como Juana de Ibarbourou, ya que tomó el apellido de su marido, el capitán Lucas de Ibarbourou, con quien se casó a los veinte años.
Su obra se inició con gran influencia del modernismo y su actividad poética fue tan notable que, en 1929, fue reconocida como “Juana de América” por autoridades nacionales e importantes figuras literarias como Alfonso Reyes. La influencia de las corrientes superrealistas abrió un paréntesis de experimentación en La rosa de los vientos (1930).
Entre 1930 y 1950 no publicó ningún libro de poesía, pero sí tres libros de prosa: Loores de Nuestra Señora, Estampas de la Biblia, Chico Carlo, y uno de teatro para niños: Los sueños de Natacha. Volvió a publicar poesía en 1950 con la aparición de Perdida.
En 1947 fue elegida como miembro de la Academia Nacional de las Letras (equivalente a la RAE española en su país), y en 1959 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura, otorgado ese año por primera vez. La originalidad de su estilo consistió en unir el rico cromatismo con imágenes modernistas, por lo que dio un sentido optimista de la vida, un lenguaje sencillo, sin complejidades conceptuales, que redunda en una expresividad fresca y natural. Murió en Montevideo el 15 de julio de 1979.
Implacable
Y te di el olor
de todas mis dalias y nardos en flor.
Y te di el tesoro,
de las ondas minas de mis sueños de oro.
Y te di la miel,
del panal moreno que finge mi piel.
¡Y todo te di!
Y como una fuente generosa y viva para tu alma fui.
¡Y tú, dios de piedra
entre cuyas manos ni la yedra medra;
y tú, dios de hierro,
ante cuyas plantas velé como un perro,
desdeñaste el oro, la miel y el olor.
¡Y ahora retornas, mendigo de amor,
a buscar las dalias, a implorar el oro,
a pedir de nuevo todo aquel tesoro!
Oye, pordiosero:
ahora que tú quieres es que yo no quiero.
Si el rosal florece,
es ya para otro que en capullos crece.
Vete, dios de piedra,
sin fuentes, sin dalias, sin mieles, sin yedra,
igual que una estatua,
a quien Dios bajara del plinto, por fatua.
¡Vete, dios de hierro,
que junto a otras plantas se ha tendido el perro!
Como la primavera
Como un ala negra tendí mis cabellos
sobre tus rodillas.
Cerrando los ojos su olor aspiraste
diciéndome luego:
–¿Duermes sobre piedras cubiertas de musgos?
¿Con ramas de sauces te atas las trenzas?
¿Tu almohada es de trébol? ¿Las tienes tan negras
porque acaso en ellas exprimiste un zumo
retinto y espeso de moras silvestres?
¡Qué fresca y extraña fragancia te envuelve!
Hueles a arroyuelos, a tierra y a selvas.
¿Qué perfume usas? Y riendo le dije:
–¡Ninguno, ninguno!
Te amo y soy joven, huelo a primavera.
Este olor que sientes es de carne firme,
de mejillas claras y de sangre nueva.
¡Te quiero y soy joven, por eso es que tengo
las mismas fragancias de la primavera!
Las lenguas de diamante
Bajo la luna llena, que es una oblea de cobre,
vagamos taciturnos en un éxtasis vago,
como sombras delgadas que se deslizan sobre
las arenas de bronce de la orilla del lago.
Silencio en nuestros labios una rosa ha florido.
¡Oh, si a mi amante vencen tentaciones de hablar!,
la corola, deshecha, como un pájaro herido,
caerá, rompiendo el suave misterio sublunar.
¡Oh dioses, que no hable! ¡Con la venda más fuerte
que tengáis en las manos, su acento sofocad!
¡Y si es preciso, el manto de piedra de la muerte
para formar la venda de su boca, rasgad!
Yo no quiero que hable. Yo no quiero que hable.
Sobre el silencio éste, ¡qué ofensa la palabra!
¡Oh lengua de ceniza! ¡Oh lengua miserable,
no intentes que ahora el sello de mis labios te abra!
¡Bajo la luna-cobre, taciturnos amantes,
con los ojos gimamos, con los ojos hablemos.
Serán nuestras pupilas dos lenguas de diamantes
movidas por la magia de diálogos supremos.
El camino del camposanto
Hoy he pasado por un camino triste
donde solo cantan los sapos y los grillos.
es un camino estéril, reseco, sin orillos
de lodo, y que no viste
reborde de cicutas ni de cardos.
Me asaltó la garganta un sabor de ceniza.
Medrosa, entre mis labios se agazapó la risa.
Vi mis dedos rosados como diez huesos pardos,
untados de penumbra, de humedad y de tierra.
Y cual si me golpearan las manos del espanto,
huí de aquel camino largo del camposanto
mientras el sol de azufre se acostaba en la sierra.
Laceria
No codicies mi boca. Mi boca es de ceniza
y es un hueco sonido de campanas mi risa.
No me oprimas las manos. Son de polvo mis manos,
y al estrecharlas tocas comida de gusanos.
No trences mis cabellos. Mis cabellos son tierra
con la que han de nutrirse las plantas de la sierra.
No acaricies mis senos. Son de greda los senos
que te empeñas en ver como lirios morenos.
¿Y aún me quieres, amado? ¿Y aún mi cuerpo pretendes
y, largas de deseo, las manos a mí tiendes?
¿Aún codicias, amado, la carne mentirosa
que es ceniza y se cubre de apariencias de rosa?
Bien, tómame. ¡Oh laceria!
¡Polvo que busca al polvo sin sentir su miseria!
Salvaje
Bebo el agua limpia y clara del arroyo
y vago por los campos teniendo por apoyo
un gajo de algarrobo liso, fuerte y pulido
que en sus ramas sostuvo la dulzura de un nido.
Así paso los días, morena y descuidada,
sobre la suave alfombra de la grama aromada.
Comiendo de la carne jugosa de las fresas
o en busca de fragantes racimos de frambuesas.
Mi cuerpo está impregnado del aroma ardoroso
de los pastos maduros. Mi cabello sombroso
esparce, al destrenzarlo, olor a sol y a heno,
a savia, a yerbabuena y a flores de centeno.
¡Soy libre, sana, alegre, juvenil y morena,
cual si fuera la diosa del trigo y de la avena!
¡Soy casta como Diana
y huelo a hierba clara nacida en la mañana!
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Escrito por Redacción