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Las elecciones en Estados Unidos el próximo 5 de noviembre son, sin duda, las más trascendentes de los últimos cincuenta años. No está en juego únicamente el destino de una nación, en gran medida lo está el del planeta entero. Lejos de la simple y burda contradicción entre demócratas y republicanos, contradicción que hasta la irrupción de Donald Trump en el tablero político significaba poca cosa, lo que está en disputa es una transición francamente violenta, belicista y de un altísimo costo humano, o una transición relativamente pacífica, un repliegue al menos temporal, en la disputa por la hegemonía global.
Los conceptos izquierda y derecha no resuelven absolutamente nada si pretendemos trasladarlos al conflicto interno de los Estados Unidos (o a cualquier otro conflicto; hoy han quedado vacíos de contenido). Menos aún el bipartidismo demócrata-republicano. Apelar al conservadurismo de Donald Trump o al liberalismo de Kamala Harris es inútil. El único concepto que permite una comprensión íntegra del fenómeno es el de lucha de clases. Pero su aplicación es mucho más complicada de lo que a simple vista pudiera parecer, sobre todo si consideramos que la identidad y conciencia de clase es hoy endiabladamente más conflictiva de lo que lo fuera hace un siglo.
En la pasada Convención Nacional Republicana, J. D. Vance, compañero de fórmula de Donald Trump, reconoció lo que hasta hace algunas décadas era un tabú en la política norteamericana: la existencia de la lucha de clases. Ese argumento estaba reservado para las disputas estériles de las universidades y su uso se reservaba al “marxismo intelectual”. Hoy, el candidato republicano a la vicepresidencia de los Estados Unidos manifiesta ser: un «muchacho de clase trabajadora nacido lejos de los pasillos del poder». Y califica a su gurú como «un líder que no está en manos de las grandes empresas, sino que responde ante el trabajador, sindicalizado o no». Trump no sólo no reniega de esta consigna; la ha hecho suya como un medio para ganarse al electorado de la clase trabajadora. La política “Make America Great Again” ha identificado al enemigo como la «clase dominante» que tiene su madriguera en Wall Street. Sus largos y pesados discursos se pueden resumir en esto: «movilizar al proletariado blanco (sobre todo, el masculino) asqueado de la política a la vez que reprobaba la “carnicería estadounidense” (provocada por la desindustrialización y el libre comercio), la inmigración (que Trump vincula con la criminalidad y el narcotráfico, pero también con una presión de los sueldos a la baja) y las “guerras sin fin”» (Le Monde diplomatique).
La ironía es monstruosa. Hablamos de un multimillonario que presume abanderar los intereses del proletariado. Sin embargo, no deja de ser real el hecho de que hoy en día el proletariado occidental esté más cerca de los partidos “conservadores” que de la izquierda moderna. El caso de Trump no es único. Alemania, Inglaterra, Francia e Italia confirman esta tendencia: «Cuando los disturbios racistas arrasaron las calles inglesas en agosto, el archirreaccionario historiador David Starkey declaró imperiosamente «el fin de la relación del Partido Laborista con la clase obrera blanca». En junio, el comentarista Christophe Guilluy calificó el ascenso de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen de «rugido desde abajo» de las clases medias y trabajadoras de las pequeñas ciudades [….] un académico de derechas como Matthew Goodwin puede identificar fácilmente a Fratelli como un partido que representa a la «clase obrera blanca» de Italia, al tiempo que combina esta afirmación con la mucho menos precisa de que su base son «personas que sienten que la élite les ha dejado a la deriva» (Jacobin).
Existe una coincidencia que va más allá de la relación ideológica derecha-clase trabajadora y que confirma la existencia de un nuevo contenido político en la composición de estos partidos. Parte de la “derecha” europea, como Giorgia Meloni en Italia, así como la “derecha” republicana de Donald Trump, rechazan un conflicto directo con las emergentes potencias económicas: China y Rusia. A diferencia de sus predecesores, Trump presume sus buenas relaciones con el otrora “eje del mal”. «Me entendí muy bien con Kim Jong-un y paramos los lanzamientos de misiles desde Corea del Norte. –declaró Trump-. Ahora parece que ha vuelto a venirse arriba. Pero, cuando regrese [a la Casa blanca], me entenderé con él. A él también le gustaría que estuviese de vuelta. La verdad creo que me echa de menos». Su opinión sobre la guerra en Ucrania es por demás conocida, para el candidato republicano es un derroche de recursos, innecesario y catastrófico, para la economía norteamericana. Sin embargo, no deja por ello de apoyar al sionismo israelí y el genocidio perpetrado en Gaza.
Las complejidades de esta contradicción se entienden mejor si revisamos las banderas que la “izquierda” le opone. Kamala Harris, candidata del partido demócrata, tras esa permanente sonrisa oculta un siniestro programa que en algunos discursos, más allá de su insulsa vacuidad, no ha podido ocultar. En la reciente convención demócrata cerró su discurso con una ferviente loa a las Fuerzas Armadas a las que calificó orgullosamente «como las más letales del planeta». El complejo militar industrial tiene en los demócratas, ya sea Harris o Biden, a los más serviles ejecutores de su política. En el citado congreso, Harris «Tras acusar a Trump de haber violado tanto los principios democráticos como el interés nacional, le adelantó por la derecha con un llamamiento a un ejército más fuerte, a unas fronteras más vigiladas y a una mayor firmeza frente a China» (Le Monde diplomatique). Hace décadas que el financiamiento del partido demócrata descansa en la industria armamentística norteamericana. Detrás de todos los discursos “progres” se esconde un monstruoso aparato militar que necesita la guerra para vivir y reproducirse. Ucrania, Palestina, Líbano e Irán son el principio de una escalada que con los demócratas en el poder terminará muy seguramente en un conflicto planetario.
Lejos de la aparente contradicción: Kamala-Trump, el análisis pretende responder a estas dos interrogantes: ¿Cuál es el lugar que ocupa la clase trabajadora en el programa de ambos partidos? ¿Qué es en verdad lo que está en disputa, a nivel global, en la elección presidencial? Apostar por la clase trabajadora es una táctica que en el pasado le resultó a Trump y que vale la pena reciclar. Lo que alguna vez resultó eficaz para la “izquierda” progre, hoy es el blanco de la crítica de las grandes masas que sienten cómo la lucha económica es desplazada por una lucha cultural completamente ajena a sus intereses: ideología de género, ecologismo, feminismo, etc. Más allá de los verdaderos significados de dichas luchas, el uso instrumental que se ha hecho de ellas es parte del hartazgo del que la derecha hace uso, en Estados Unidos y el mundo entero, para ganar la simpatía de las “masas”.
El mismo candidato republicano reconoce la trascendencia de este fenómeno de apariencia puramente ideológica: «Cuando hablo de rebajar los impuestos –dijo en un mitin en Carolina del Norte– la gente casi no aplaude. Cuando hablo de los transgénero, todos se vuelven locos. ¿Quién lo hubiera dicho? Hace cinco años ni siquiera sabías que era eso». Al verse la clase trabajadora prácticamente expulsada de la política; al sentir empeorar sus condiciones de vida; al involucrarse en una despiadada lucha por un puesto de trabajo con salarios cada vez miserables que la inmigración permite mantener siempre a la baja, la reacción inmediata es culpar de este miserable estado de cosas a los protagonistas visibles de la política neoliberal, es decir, todas las banderas de las que ahora el neoliberalismo hace uso para limpiar su imagen: lo “políticamente correcto”. No es de extrañar entonces que la derecha encuentre una simpatía entre las clases trabajadoras en otra época inconcebible.
Pero lo que verdaderamente está en juego es precisamente la vigencia del neoliberalismo como política económica. La “izquierda” demócrata pretende mantener artificialmente un sistema en ruinas utilizando la guerra para insuflarle vida. Los republicanos, por su parte, buscan salvar al capitalismo norteamericano combatiendo la crisis interna a partir de una política económica proteccionista (por lo demás también destinada al fracaso). Kamala Harris, fiel a la política belicista del capital financiero, declara a China, Rusia e Irán como enemigos del sistema; anticipando una guerra mundial. En su afán de destruir a dos potencias cada vez más vigorosas, no se detendrá, siendo el instrumento político de la industria militar a nivel planetario, con las guerras y genocidios que EU ha provocado ya; llevará la muerte hasta el último rincón del planeta. La derecha ni rancia ni moderna puede ser la respuesta a los problemas estructurales del sistema. Pero en términos políticos concretos, y en lo que respecta al futuro de la humanidad, no cabe duda de que, al menos por algunos años, el mundo puede postergar el miedo al holocausto si los amos de la guerra, hoy representados por el partido demócrata, se mantienen lejos del poder político en el podrido corazón del imperio.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
COLUMNISTA