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En 1942, en medio de la lucha contra el nazismo, Walter Benjamin escribía:
“La tradición de los oprimidos nos enseña que el «estado de excepción», en que ahora vivimos, es en verdad la regla”. Estamos en la Segunda Guerra Mundial, el mundo se convulsiona y estremece; cada una de las fibras que componen el tejido social amenaza con romperse. La humanidad, sobre todo en Occidente, percibe como un deber, una cuestión de principio vital, coger el fusil y olvidar la vida misma por defender la patria. El nazismo justifica el llamado que, desde el púlpito, emiten los líderes de diversos países: “ciudadanos, hoy la patria está en peligro, aprestémonos a defenderla”. En estas circunstancias, todo se olvida.
En el fondo, nadie cuestionaba la necesidad de abandonar todo parar ir a la guerra. Sin embargo, en medio de una persecución implacable y bestial proveniente de los nazis, que terminaría en suicidio, Benjamin comprendió que no había nada nuevo bajo el sol. Que entonces el fascismo y el nazismo eran las banderas del “nuevo” estado de excepción; pero que, en cuanto dejasen de ser útiles, se cambiarían por nuevos enemigos; de lo que se trataba, para conservar los privilegios de la clase en el poder, era de conseguir siempre un motivo que la prensa y los medios pudieran magnificar, a tal grado que no quedara duda alguna de que la única salida posible era olvidarlo todo y someterse, sin cuestionamientos, a la autoridad. El orden como fundamento de la existencia social.
Desde entonces, el “estado de excepción” ha permanecido como forma de sobrevivencia del capital. Cada crisis económica viene aparejada con un nuevo “suceso histórico”. El Siglo XXI se observa como una cadena interminable de “acontecimientos” que aún impactan al mundo: “Una parte del planeta ha vivido estos 30 últimos años –escriben Rimbert y Rzepski– como una sucesión de sobresaltos: «terapia de choque» y paro masivo en los países del antiguo bloque soviético, desplome financiero en Rusia y el Sureste Asiático en 1998, estallido de las burbujas de las puntocom en el 2000, atentados del 11 de septiembre de 2001 (…) Gran Recesión de 2008 y 2009, Primavera Árabe, crisis de la deuda europea entre 2012 y 2015, pandemia de Covid-19, catástrofes climáticas (…) intervenciones militares occidentales en Libia, Irak, Afganistán, Somalia, etc.”. Estos “acontecimientos”, sin embargo, no son otra cosa que los escombros decadentes de un edificio en ruinas; el desplome empieza a dar avisos; a cada paso que damos nos encontramos con una amenaza de destrucción y lo más sensato sería comenzar a preguntarnos si detrás de todo esto no asoma ya la cabeza “el ángel de la historia”.
Nos enfrentamos ahora a un “nuevo” estado de excepción. La crisis que ahorca al capitalismo reclama nuevas medidas de control; así como las drogas necesitan, para hacer efecto, dosis cada vez más altas, los nuevos decretos tienden a radicalizarse más, son más destructivos y dañinos, sobre todo para la clase trabajadora. Si en sus inicios el neoliberalismo vio propicio suprimir esencialmente el poder económico del Estado, en Occidente, al capital no le queda más opción que “destruirlo todo para salvarlo todo”. Ante el desplome inminente de un sistema, no tardaron en limpiar la “pizarra mágica” donde antes escribieron “nazismo” para poner en su lugar “Moscú”. La tragedia social, energética y hasta alimenticia que vive hoy Estados Unidos es responsabilidad del “impuesto de Putin”, según el presidente Joseph Biden; en Francia, Enmanuel Macron pretende justificar las medidas restrictivas tomadas por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) como una “economía de guerra”, mientras que Olaf Scholz, el reflejo preclaro del fracaso de la izquierda liberal, pretende resistir la crisis en Alemania acusando al “terror rojo” de todos los males que ellos han provocado.
Tal y como el 11 de septiembre de 2001, inmediatamente después del derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York, según escribe Serge Salimi, unos “funcionarios británicos” recibieran este mensaje de “la consejera de un ministro”: “Es un día estupendo para aprobar disimuladamente todas las medidas que debemos tomar”. Hoy, en el mundo se está preparando el terreno para iniciar el periodo de “excepción” que permita tomar medidas. El llamado a la guerra o a la austeridad no tardan en hacerse públicos.
Aunque no podemos hablar todavía de un despertar político encausado hacia una transformación estructural de la sociedad en el mundo, las consecuencias fatales de este “estado de excepción permanente” impuesto para la sobrevivencia de un capitalismo descompuesto no pueden ocultarse sencillamente. El despertar, tardo y doloroso, está llegando. La politización empieza a movilizar a masas hasta hace algunos años inertes. ¿Será suficiente esto para evitar el nuevo y definitivo “estado de excepción”? Esperemos que sí, por el bien de la humanidad.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).