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El padre de Vincent Van Gogh era un digno ministro de la iglesia protestante de un pueblo; siempre vivió en desacuerdo con su hijo por preferir la pintura en vez de “trabajar de verdad”, no solo eso, también repudiaba la afición inútil de leer libros. Vincent respondía: para pintar la vida hay que saber también cómo siente y piensa la gente sobre el mundo en que vive. No se trata solo de pintar bien, de reproducir las formas de las personas, objetos… sino demostrar, a partir de la forma, lo que hay detrás. Escribe: “A un guardavía hay que dibujarlo de tal manera que el espectador sienta (el resaltado es mío) qué pensamientos tiene en la cabeza y qué aburrido es estar todo el día en la espera del tren”.
Saber del temperamento de este artista neerlandés es fundamental para deleitar su obra. No le importa el apego fidedigno de lo que se dibuja, una copia exacta, no; se trata de una imagen como vínculo para exaltar en el espectador la intensidad de su vivencia, expresar la vivencia de un hombre apasionado. Lo que arde en los árboles y flores, pinta lo que incendia el apacible paisaje de Francia, es la llama que lo devora. Su arte es personalísimo: visión y vivencia personal. Plasma su experiencia espiritual que se aleja de lo que tradicionalmente se forma en su clase social: aborrece las cosas a medias, las tibiezas. Un hombre rudimentario, alejado de una personalidad frívola, superficial; cuando trabaja en una galería es franco con las clientas burguesas: trata de hacerle ver que lo que va a comprar es cursi, por eso lo despiden.
Su sensibilidad humana es harto conocida. Fue un misionero que predicó con los más pobres; con los mineros del Borinage, zona carbonífera belga, célebre por sus míseras condiciones salariales; hablaba con ellos, no desde la conmiseración, sino de la más sincera empatía: vive en una choza vulnerable a las lluvias, llega un día en que tiene que regresar a casa, quebrantado por las privaciones, con hambre y enfermo.
En vida no tuvo éxito como pintor: sus obras resultaron invendibles; en el Siglo XIX, el público burgués lo rechazó. Su vida osciló por los apoyos que le otorga su hermano Theo. Pero no se salvó de la penuria más extrema: “si el lunes no llega a tiempo el dinero de París, tengo que resistir con el pan que le fía el panadero y el café”. No ajusta los pagos porque no escatima gastos para sus materiales. Repasar la correspondencia con su hermano es conocer el hambre que soporta. Sin embargo… no se queja de su miseria ni se lamenta por la manera en que eligió vivir. “Un hombre sano debe ser capaz de vivir, trabajando todo el día, con nada más que un pedazo de pan, también de fumar una pipa y de tomar un buen trago, pues sin esto no se puede hacer nada. Y además debe ser capaz de sentir la emoción de las estrellas y del infinito. Entonces es un deleite vivir”. Un marginado del mundo burgués. Pero eso le permite libertades en la técnica: el violento entrechocarse de sus colores fuertes, puros, no mezclados, tal como sale del tubo.
Para la Academia, esta forma es transgresora, porque a él no le preocupa agradar al gusto refinado. Miremos cuando pinta un ramo de flores, unos girasoles, en ellos encontramos un canto a la vida, a su intensidad, una vehemencia por vivir. O en la simpleza de unos destrozados zapatos de obrero, viejos y roídos, nos encontramos con la expresión más auténtica y grandiosa del sentido más profundo de la vida proletaria. Todavía más, en Los comedores de patatas, una familia humilde de Brabante que se nutre de papas, nos invade la penumbra espiritual, el cansancio, el hartazgo. Esto es posible porque estamos ante un hombre que vive con el pueblo, lo conoce y comparte su miseria.
Su arte no es comprometido en el concepto, sino desde la vivencia; ¿podemos pensar que a Ingres, representante típico del arte burgués, se le hubiera ocurrido pintar, por ejemplo, una alcoba miserable? Van Gogh plasma su alcoba para representarnos una experiencia anímica y los colores son el vehículo. “Esta vez quiero que el color lo haga todo, que por su simplificación les dé a las cosas un estilo más grande, que sugieran al espectador el reposo absoluto y el sueño, en una palabra: que la contemplación del cuadro fuese un descanso para el espíritu o más bien para la imaginación”. Una expresión muy suya. Sus colores paradigmáticos: el amarillo cáustico, el azul de Prusia, el verde ponzoñoso, el violeta excitante, dan la impresión de que el artista los preparó con ácido sulfúrico; sus cuadros pintados con pulso febril, con el frenesí del obsesionado, sobre un aparente caos. Mas, si retrocedemos un paso ante los cuadros, todo empieza de repente a florecer y a dinamizarse.
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Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl
Columnista