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Nació en la Ciudad de México el ocho de febrero de 1864 y murió en Madrid, España, el 18 de noviembre de 1934, a los setenta años. Fue autodidacta, lector incansable, empezó a escribir versos muy joven y los publicó en algunos periódicos y revistas. Por ese camino entró al periodismo, ayudado por Juan de Dios Peza, en cuyo periódico, El Lunes, comenzó a trabajar. Fue redactor de El Renacimiento, El Siglo XIX, la Revista Azul, El Universal de Reyes Spíndola y El Mundo Ilustrado, del que llegó a ser director. Fue además editor de El Imparcial (1911-1912). Pertenece a la pléyade de grandes poetas mexicanos y forma parte del coro de dioses mayores de la lírica nacional. El modernismo mexicano es una de las contribuciones más importantes y variadas al gran movimiento poético de la lengua española, que empieza en Hispanoamérica hacia 1880 y se prolonga hasta ya entrado el siglo XX. Dentro del modernismo, Urbina representa la persistencia de la nota romántica. Si –según la fórmula de Justo Sierra- Gutiérrez Nájera es “la flor de otoño del romanticismo mexicano” se puede decir que Urbina prolongó ese otoño hasta el primer tercio del siglo XX, dando flores tan frescas y fragantes que no deslucían en los jardines de las nuevas primaveras. Publicó nueve obras poéticas: Versos (1890), Ingenuas (1910), Puestas de sol (1910), Lámparas en agonía (1914), El poema de Mariel (1915), Glosario de la vida vulgar (1916), El corazón juglar (1920), Cancionero de la noche serena y Lorena (1941).
Elegía a Justo Sierra
En un santo silencio el sol esplende.
Con luz de plata el otoñal follaje,
ya próximo a caer, brilla y se enciende.
La soledad augusta del paisaje
es toda de fulgor. Se extingue el día,
y yo persigo el término del viaje.
Dejad a mi doliente poesía—
que en la tristeza vesperal levanta
su ensoñadora y última armonía,—
que así convide a reposar la planta
del viador fatigado. En mis querellas
el ave del recuerdo es la que canta.
Surgen del arte evocaciones bellas;
y la sombra del alma se convierte,
por él, en imprevisto hervor de estrellas.
-
Tú lo sabes, maestro, tú, que, fuerte,
llamaste con tu antorcha de Hermosura
a las puertas de bronce de la Muerte.
Maestro: tu enseñanza en mí perdura.
Pasa por mí conciencia, que la alumbre
el mármol de tu olímpica figura.
Yo te sigo, señálame la cumbre;
como siempre, tu amor está en mi pecho,
y yo me abraso con su misma lumbre.
A mi llagado corazón lo estrecho,
porque es, en las borrascas de mi vida,
la única vela del bajel deshecho.
¡Qué cruel y angustiosa tu partida!
¡qué bruma en los espíritus! ¡qué amarga
tu remota y eterna despedida!
La ruta vemos hoy como más larga,
y sentimos, privados de tu aliento,
como más pesadumbre en nuestra carga.
Mas.. estás con nosotros; yo te siento
cerca de mí, muy junto a mí, conmigo:
lámpara es en tu altar mi pensamiento.
Señálame la cumbre; yo te sigo,
humilde y fiel, como en la edad pasada,
¡oh, mi maestro, mi señor, mi amigo!
-
Y he aquí que viene sobre la encrespada
corriente, en actitud tranquila y grave,
la dolorosa sombra inmaculada.
Llega, amorosamente, a nuestra nave,
y sus manos de luz, claras y vivas,
—que del misterio ya tienen la clave—
cual de la juventud en las estivas
horas de sol y sueño y esperanza,
recorren las cabezas pensativas.
Del más allá nos trae la confianza:
“para el amor y el bien, no hay muerte”—dice—
y nos invita a la inmortal alianza.
“Haced que la belleza se eternice”
—clama su voz de oro,—y con sus manos,
de luz diáfana y pura, nos bendice!
-
Es noche ya; juntémonos, hermanos,
en torno del calor de esta memoria,
como frente a un hogar, en donde, ufanos,
al releer esa ejemplar historia,
limpia de mal, sonroje nuestra frente
la llama inextinguible de su gloria.
Azote el cierzo afuera, el inclemente
cierzo del egoísmo y la mentira;
el amor del maestro es ascua ardiente.
Su alma nos ve; su genio nos inspira,
y dentro de nosotros aun resuenan
los vibrantes bordones de su lira.
Las altas voces de su fe nos llenan
de espiritual salud, y las pasiones,
como por un milagro, se serenan.
Hay transverberación de corazones;
y cual guirnalda, el ideal se prende
de su homérica lira en los bordones.
Hay transverberación de corazones;
y cual guirnalda, el ideal se prende
de su homérica lira en los bordones.
-
El, fue un excelso pensador: suspende
el ánimo, la hondura de la idea,
que es como un horizonte que se extiende
y que, en azul de eternidad, clarea.
¡Un hombre! Ved; pero la humana artilla
con divino esplendor relampaguea.
Alma desnuda, férvida y sencilla,
luces de pronto coruscantes galas,
y tu verbo deslumhra y maravilla.
¿Qué olor de paraíso es el que exhalas?
¿Cómo tuviste, al remontar el vuelo,
ímpetus aquilinos en las alas?
Es el soplo de Dios, es el anhelo
de verdad y de bien, es la belleza,
lo que trajiste al mundo y es del cielo:
el blanco amor sin mancha de impureza,
la fe que guía, la piedad que implora,
la virtud casta y la inmortal tristeza!
-
Juntémonos, hermanos: es la hora
del recuerdo; soñad. Era un vidente;
sus ojos presentían una aurora.
Su caudaloso espíritu era fuente
de bondad sabia, cuya linfa quieta
sanaba todo corazón doliente;
su voz tenía acentos de profeta,
y en él resplandecían, vinculados,
el creyente, el filósofo, el poeta.
Con sus consejos, dulces y sagrados,
él refrescó las almas juveniles,
como el rocío matinal los prados.
Si conspiraban contra él los viles,
no alteraron el candido y adusto
fulgor de sus miradas infantiles.
Fue la Patria su amor, el más augusto;
la Libertad su auhelo, el más glorioso;
y la Verdad su lábaro, el más justo.
Dejó, al pasar, un rastro luminoso
como cinta de sol; ¡que nos alumbre
el negro porvenir tempestuoso!
¡Yo te sigo; señálame la cumbre;
como siempre, tu amor está en mi pecho,
y yo me abraso con su misma lumbre;
a mi dolido corazón lo estrecho
porque es, en las borrascas de mi vida,
la única vela del bajel deshecho.
Mi pensamiento es lámpara encendida
ante tu altar; por mi memoria rueda
el eco de la eterna desdedida.
Pero tu fe apostólica me queda,
y, para las fatigas del viaje,
es mi báculo en la áspera vereda.
En plata brilla el lánguido follaje;
mas ya decora un nubarrón siniestro
la vesperal tristeza del paisaje.
Y aún se agita en nuestra mente el estro;
aun vamos a luchar sin desconfianza;
sentimos que tú estás al lado nuestro,
y no nos abandona la esperanza,
¡oh mi señor, mi padre, mi maestro!
Mattinata
Amanecí poeta. ¡Buenos días,
claridad de los cielos, honda y quieta!
¡Valle patrio, salud! ¡Montañas mías,
salud! ¡Salud, azules lejanías!....
¡Qué alegre estoy! Amanecí poeta.
He abierto la ventana
a la luz de cristal de la mañana,
porque un travieso gnomo,
que interrumpió mi sueño, “ábrela—dijo,—
ya va muy alto el sol, ábrela, como
abres tu corazón al regocijo”.
Hay una vida nueva,
divinamente nueva y milagrosa
que substituye a la árida y longeva
vida de ayer... (La pena, ¿qué se ha hecho?...
Parece que llevara yo una rosa
recién abierta en lo interior del pecho).
No soy un pensativo
cuya memoria, entristecida y flaca,
el recuerdo del mal lleva cautivo;
no es exquisita la emoción que vivo;
es una sensación paradisiaca,
es un candido asombro primitivo.
Y el horizonte es una gran sonrisa
hecha de resplandores y destellos;
entre la bruma gris, el sol se irisa;
las magnéticas manos de la brisa
sacuden y embalsaman mis cabellos.
¡Qué paisajes tan bellos!
¡Qué suntuosas e imprevistas galas
en mustio Otoño, de ágil Primavera!
Mi espíritu es alondra mañanera
que vio la luz y desplegó las alas!
¿Quién me dio esta mirada de cariño
para ver un ambiente tan sereno?
¿Por qué me siento niño?
¿Por qué me siento bueno?
Mi alma no es hoy barranco
de tinieblas, sino cumbre de gloria.
¿Quién la limpió de escoria?
¿Quién la vistió de blanco?
¡Canta, corazón, canta
tu hora de libertad! ¡La vida es santa;
y me da, hermosa y santa, en su belleza,
como supremo don omnipotente,
el goce de sentirme un ser consciente
en el seno de la naturaleza!
¡El Dolor, la Tristeza!
¡qué mundos tan pequeños!
¡qué extrañas ilusiones!
¡qué efímeros ensueños!
¡qué frágiles visiones!
¿Con qué fuerza se alcanza,
a volver la plegaria toda grito,
la aspiración al bien, toda infinito,
y el amor inmortal, todo esperanza?
La claridad del cielo, ¡qué quieta!
En el confín, ¡qué azules lejanías!
¡Qué profunda la paz y qué secreta!
¡Salud, valle! ¡Salud, montañas mías!
¡Qué alegre estoy! ¡Amanecí poeta!
Confesión
Bien está: me río
porque es una forma de pudor la risa;
pero muy adentro, muy solo, muy mío,
un pesar cansado se me vuelve hastío
y un último anhelo se me extingue aprisa.
Mas no me contemples tan sólo la cara;
acerca a mi espíritu -que es vaso pequeño-
tu vida, radiante de júbilo, para
gustar de la gota de miel de un ensueño.
Del juvenil cántico,
un eco remoto queda todavía
en tal cual epigrama romántico,
y en una que otra sutil ironía.
Hace tiempo adquirí la destreza
de ser frívolo. Ve mi alegría:
¡que de cuando en cuando sale la tristeza
en un gesto ambiguo de melancolía!
Vivo y basta. Muerdo los frutos amargos
de mi otoño, anuncio de un vecino invierno;
para mi fastidio los días son largos,
ásperas las piedras, y el camino, eterno.
¡Bah! ¡No importa! Deja que alumbre mi paso
una intermitente luz de poesía;
yo voy como todos, sin rumbo, al acaso...
Bebe, y no preguntes si hay hiel en el vaso:
¡Déjame que ría!
La felicidad
Sí la conozco. Es bella. Una mañana
—maravillosamente—apareció
como una blanca sombra en mi sendero,
y me dijo:—aquí estoy
—¿Quién eres?—pregunté.
—La que tú esperas:
la tardía ilusión
que una vez sola viene; el prodigioso
sueño de paz de un fiel y último amor.
(Y mi alma estaba mustia; mis cabellos grises;
mi corazón helado ya).
Alcé los ojos; la miré: ¡qué bella
es la felicidad!
—¡Piadosa mía! Llegas tarde; todo
en mí dormido para siempre está.
Lloré un momento; le besé la mano,
le dije ¡adiós!.... y la dejé pasar.
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Escrito por Redacción