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La reciente Cumbre del G7 en Kananaskis, Canadá, se presentó con la promesa de defender valores democráticos y promover la cooperación global. Sin embargo, detrás del protocolo, se reveló una escena de potencias nerviosas, actuando no como aliadas, sino compitiendo por propia supervivencia ante el regreso de una amenaza concreta: Donald Trump. Lejos de un encuentro que fortaleciera al multilateralismo, se convirtió en un espacio para evaluar daños, contener temores y tejer alianzas temporales ante la nueva era del agresivo proteccionismo estadounidense. La presencia de Trump, aunque fugaz, dominó todo; su abrupta retirada para atender la crisis en Medio Oriente no fue sólo un desplante diplomático, sino una clara demostración de poder. El mensaje era inequívoco: Estados Unidos (EE. UU.) no busca coordinar con sus socios, sino imponer sus propias reglas.
Mientras los líderes europeos intentaban mantener un “discurso común”, únicamente se observó la sucesión de poses cuidadosas, el incómodo equilibrio entre no contrariar al presidente Trump y mostrar cierta independencia estratégica. Pero esa autonomía luce frágil. Francia y Alemania carecen de margen suficiente para enfrentarlo sin asumir costos económicos significativos, y el Reino Unido, debilitado por su propio aislamiento pos-Brexit, apenas logra mantener cierta dignidad.
En este contexto, la presencia de Claudia Sheinbaum, Presidenta de México, no aportó un liderazgo regional ni generó mayor interés. Aunque fue presentada como una “figura clave” del Sur Global, su participación terminó siendo meramente protocolaria. La conversación telefónica sostenida con Trump, en lugar del encuentro personal programado inicialmente, se limitó a generalidades: promesas de continuar el Tratado México-EE. UU.-Canadá (T-MEC), proteger las remesas y garantizar permisos temporales de trabajo. Sheinbaum se retiró con las manos vacías, sin claridad ni contundencia frente a los desafíos globales ni haber concretado una posición sólida para México en este foro de poder.
Pero más allá del ajedrez “diplomático”, lo más indignante fue el silencio deliberado del G7 sobre los conflictos armados en Gaza e Irán. La escalada de violencia provocada por los ataques israelíes sobre la población civil palestina y las respuestas militares de Irán fueron mencionadas con eufemismos que no comprometieron a nadie. Se planteó la “desescalada” de “llamados a la paz” y de “moderación”, pero no se pronunció una sola condena firme contra las agresiones de Israel que han cobrado miles de vidas. Este silencio no es casual: responde a intereses geoestratégicos, a relaciones militares y comerciales, y voluntad para no incomodar a aliados fundamentales. Pero también es, indudablemente, un acto de complicidad.
La cumbre tampoco se pronunció claramente sobre la situación en Sudán, Yemen o el creciente deterioro en el Sahel africano. El Sur Global, invitado como espectador, fue nuevamente ignorado como actor relevante. El hecho de que estas potencias, supuestas defensoras de los derechos humanos, estén protagonizando el mayor recorte de ayuda oficial al desarrollo desde que existen tales mecanismos, escandaliza al mundo. Según el Comité de Oxford para el Alivio del Hambre (Oxfam), los países del G7 recortaron más de 11 mil millones de dólares (mdd) de ayuda en 2024, y se proyecta que para 2025 el ajuste alcance los 17 mil mdd. EE. UU. lidera esta reducción, pero ninguno de los otros seis miembros ha llenado ese vacío. Mientras tanto, el gasto militar del G7 se incrementa.
Según estimaciones de la misma Oxfam, el tres por ciento de su presupuesto bélico –unos 35 mil mdd– sería suficiente para acabar con el hambre en el mundo o cubrir sustancialmente las deudas climáticas con los países más pobres. Pero ése no fue un tema en la agenda. En su lugar, se repitieron frases de compromiso con la transición energética, con el financiamiento verde, la salud global, pero ninguna de esas frases estuvo acompañada de cifras, calendarios ni planes verificables.
El G7 atraviesa un momento de debilidad estructural. Las potencias que lo integran enfrentan crisis internas, polarización política y pérdida progresiva de autoridad moral. Su papel en el mundo es disputado por nuevas potencias emergentes, y sus intentos por imponer una narrativa global tropiezan con sus propias contradicciones. En lugar de avanzar hacia un nuevo orden multilateral justo, el G7 se refugia en su propio miedo.
Simulan unidad, liderazgo y humanidad; pero no son más que “potencias” en modo de supervivencia, incapaces de mirar más allá de sus propias fronteras. Mientras tanto, millones en Gaza, Irán, África y América Latina esperan a que la “comunidad internacional” –expresión vacía– haga algo más que tomarse la foto y firmar comunicados sin contenido real. Por el momento, amigo lector, es todo.
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Escrito por Miguel Ángel Casique
Columnista político y analista de medios de comunicación con Diplomado en Comunicación Social y Relaciones Públicas por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).