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Nació en París el nueve de abril de 1821. Fue uno de los autores franceses más relevantes del Siglo XIX, considerado una de las figuras claves del simbolismo y de los “poetas malditos”.
Tras la muerte de su padre, su madre contrajo nuevas nupcias con un militar y la educación de Baudelaire se hizo rígida y puritana, algo a lo que siempre se resistió. Tras estudiar en varios centros con numerosos problemas de disciplina, comenzó estudios de Derecho en París, donde se unió a tertulias y grupos literarios. En esta época se inició en el mundo de las drogas, el alcohol y el sexo. Empezó a acercarse al mundo artístico como crítico musical y después como traductor de E.T.A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, autores que influyeron en su obra.
Fue un poeta comprometido con los cambios de su época, en particular con la revolución de 1848 que condujo a la abdicación de Luis Felipe I de Francia. Su primer poemario, Las flores del mal (1857), fue tachado de “ofensivo a la moral”, aunque lo destinó a una vida de carencias económicas, le dio la fama que lo acompaña a la fecha; poco después amplió Las flores del mal y editó Los paraísos artificiales (1860). En 1864 abandonó París, cansado de la presión ejercida desde los sectores más rígidos de la sociedad y se estableció en Bruselas, donde descubrió que padecía sífilis y su salud se deterioró por frecuentes ataques que minaron su capacidad para el habla. Murió el 31 de agosto de 1867, poco después de regresar a su ciudad natal. Post mortem sería aclamado como uno de los más grandes autores de la poesía universal, tanto por su obra, en la que conjuga el romanticismo con el simbolismo, como por su actitud frente a la vida.
Poemas traducidos por Eduardo Marquina y
Enrique González Martínez
El ideal
Gérmenes putrefactos de un siglo insulso y frío,
calzando borceguíes, tocando castañetas,
nunca esas delicadas figuras de viñetas
satisfarán a un pecho como es el pecho mío.
A Gavarni, poeta de la clorosis, lego
su rumoroso enjambre de anémicas hermosas;
yo no hallo en ese búcaro de desteñidas rosas
la roja flor que sacie a mi ideal de fuego.
Mi corazón, profundo, como el abismo; busca
el tuyo ¡Lady Macbeth! cuya maldad ofusca
como un sueño de Esquilo que surge entre huracanes;
o a ti grandiosa Noche, de Miguel Ángel hija,
que tuerces dulcemente en rara actitud fija
tus formas repulidas con besos de titanes.
Una carroña
Recuerdas el objeto que vimos, mi alma,
aquella hermosa mañana de estío tan apacible;
a la vuelta de un sendero, una carroña infame
sobre un lecho sembrado de guijarros,
las piernas al aire, como una hembra lúbrica,
ardiente y exudando los venenos,
abría de una manera despreocupada y cínica
su vientre lleno de exhalaciones.
El Sol dardeaba sobre aquella podredumbre,
como si fuera a cocerla a punto,
y restituir centuplicado a la gran Natura,
todo cuanto ella había juntado;
y el cielo contemplaba la osamenta soberbia
como una flor expandirse.
la pestilencia era tan fuerte, que sobre la hierba
tú creíste desvanecerte.
Las moscas bordoneaban sobre ese vientre podrido,
del que salían negros batallones
de larvas, que corrían cual un espeso líquido
a lo largo de aquellos vivientes harapos.
Todo aquello descendía, subía como una marea,
o se volcaba centelleando;
hubiérase dicho que el cuerpo,
inflado por un soplo indefinido,
vivía multiplicándose.
Y este mundo producía una extraña música,
como el agua corriente y el viento,
o el grano que un cosechador con movimiento rítmico,
agita y revuelve en su harnero.
Las formas se borraron y no fueron sino un sueño,
un esbozo lento en concretarse,
sobre la tela olvidada, y que el artista acaba
solamente para el recuerdo.
Detrás de las rocas una perra inquieta
nos vigilaba con mirada airada,
espiando el momento de recuperar del esqueleto
el trozo que ella había aflojado.
—Y sin embargo, tú serás semejante a esa basura,
a esa horrible infección,
estrella de mis ojos, sol de mi natura,
¡tú, mi ángel y mi pasión!
¡Sí! así estarás, oh reina de las gracias,
después de los últimos sacramentos,
cuando vayas, bajo la hierba y las floraciones crasas,
a enmollecerte entre las osamentas.
¡Entonces, ¡oh mi belleza! Dile a la gusanera
que te consumirán a besos,
que yo he conservado la forma y la esencia divina
de mis amores descompuestos!
El vampiro
Tú que, como una cuchillada,
en mi corazón doliente has entrado;
tú que, fuerte como un tropel
de demonios, llegas, loca y adornada,
de mi espíritu humillado
haces tu lecho y tu imperio,
infame a quien estoy ligado,
como el forzado a la cadena,
como al juego el jugador empedernido,
como a la botella el borracho,
como a los gusanos la carroña,
¡maldita, maldita seas!
He implorado a la espada rápida
la conquista de mi libertad,
y he dicho al veneno pérfido
que socorriera mi cobardía.
¡Ah! El veneno y la espada
me han desdeñado y me han dicho:
“tú no eres digno de que te arranquen
de tu esclavitud maldita,
¡imbécil!, de su imperio
si nuestros esfuerzos te libraran,
tus besos resucitarían
el cadáver de tu vampiro”.
Las letanías de Satán
¡Oh tú!, el más sabio y el más hermoso de los Ángeles,
Dios traicionado por la suerte y privado de alabanzas,
¡oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
¡Oh, Príncipe del exilio al cual se ha agraviado,
y que, vencido, siempre te yergues más fuerte!
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que sabes todo, gran rey de las cosas subterráneas,
curandero familiar de las angustias humanas,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que, aun a los leprosos, a los parias malditos
enseñas por el amor el gusto del Paraíso,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
¡Oh, tú, que de la muerte, tu vieja y fuerte amante,
engendras la Esperanza, una loca encantadora!
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que infundes al proscripto esa mirada serena y altiva
que condena todo un pueblo alrededor de un patíbulo,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que sabes en qué rincones de las tierras envidiosas
el Dios celoso oculta las piedras preciosas,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú, cuya clara mirada conoce los profundos arsenales
donde duerme sepultado el pueblo de los metales,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú, cuya larga mano oculta los precipicios
al sonámbulo errante en el borde de los edificios,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que, mágicamente, ablandas los viejos huesos
del borracho retardado hollado por los caballos,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que, para consolar al hombre débil que sufre,
nos enseñas a mezclar el salitre y el azufre,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que pones tu impronta, ¡oh!, cómplice sutil,
sobre la frente del Creso implacable y vil,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Tú que pones en los ojos y el corazón de las rameras
el culto de la llaga y el amor de los andrajos,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Báculo de los exiliados, lámpara de los inventores,
confesor de los ahorcados y de los conspiradores,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Padre adoptivo de los que en su negra cólera
del paraíso terrestre arrojó Dios Padre,
¡Oh, Satán, apiádate de mi larga miseria!
Plegaria
¡Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas
del Cielo, donde tú reinas, y en las profundidades
del Infierno, donde, vencido, sueñas en silencio!
Haz que mi alma un día, bajo el Árbol de la Ciencia,
cerca de ti repose, a la hora en que sobre tu frente
como un Templo nuevo sus ramas se desplieguen!
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Escrito por Redacción