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El obrero y la máquina
L as máquinas fueron construidas para facilitar el trabajo del obrero.
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Las máquinas fueron construidas para facilitar el trabajo del obrero. Así se nos enseña en las escuelas y así nos dicen los escritores y, en general, los formadores de opinión; y la apariencia parece confirmar su dicho. Esta versión da por válido el supuesto de que los empresarios, al mecanizar la producción, son movidos por el mero afán de beneficiar a sus trabajadores, por lo que éstos deberían estar agradecidos, pues ahora su trabajo será menos pesado y lento: las máquinas harán “casi solas el trabajo”, dejando al obrero mucho tiempo de descanso y solaz. Mas la realidad difiere totalmente de estas prédicas. Veamos qué ocurre en las fábricas.

Desde la introducción de las primeras máquinas en la Revolución Industrial (allá por el año de 1735) hasta nuestros días, la industria se ha transformado en su base técnica. La producción no es ya obra de trabajadores manufactureros que empleen herramientas manuales; se ha maquinizado. En tiempos más recientes se ha desarrollado la robótica, que hace posible que varias tareas de la producción sean programadas para ser realizadas sólo por máquinas, sin la intervención directa del trabajador. Mas la mecanización no ha beneficiado a los trabajadores, sino todo lo contrario.

En primer lugar desplaza a muchos de ellos, volviéndolos superfluos y generando así altas tasas de desempleo: en España y Alemania superan el 10 por ciento. Y es que una máquina puede hacer, a menor costo y en menos tiempo, más trabajo que el que realizarían muchos obreros con sus herramientas, razón por la cual a los patronos les resulta más barato adquirir una máquina que contratar a cientos de obreros. No en vano, uno de los principales indicadores del desarrollo capitalista es que cada vez una mayor proporción del capital total invertido se dedica a máquinas y otros medios de producción, en detrimento de lo destinado a pago de salarios. Para elevar la ganancia, se despiden trabajadores y se los sustituye con máquinas; por eso, en condiciones de capitalismo, el trabajo de científicos y tecnólogos no puede menos que provocar desgracias. De aquí también la conclusión de que, en el capitalismo, el desempleo no es algo accidental, sino una necesidad sistémica. Está asociado al desarrollo tecnológico y es usado por las empresas para reducir costos.

En segundo lugar, la introducción de máquinas a lo largo de todo el proceso productivo eleva su velocidad, dejándola en manos del patrón. Durante la manufactura, etapa previa a la gran industria, los trabajadores operaban manualmente sus herramientas y determinaban la velocidad, provocando la ira de los patronos ante la frecuente lentitud; les inconformaba que los obreros determinaran el ritmo; además, el proceso dependía de la pericia de éstos, dándoles un gran poder, pues muchos eran imprescindibles para la ejecución de ciertas operaciones. Ahora, ellos van dejando de operar las herramientas manualmente y su pericia se torna superflua; la máquina, programada por los patronos, establece la velocidad y lleva a rastras al obrero, como muestra magistralmente el arte cinematográfico en Tiempos modernos, de Charles Chaplin, o en La clase obrera va al Paraíso, dirigida por el italiano Elio Petri. La máquina se ha convertido en el verdadero sujeto del proceso, y el obrero en simple auxiliar suyo.

Así, después de arrojar a la calle a muchos trabajadores, la máquina somete a quienes siguen en las fábricas a una actividad más intensa, a ritmos enloquecedores, que implican más trabajo en menos tiempo y, claro, con el mismo salario; lo cual significa una mayor explotación.

Un tercer efecto es que aumenta considerablemente la productividad, reduciendo así el tiempo de trabajo necesario para producir un bien. Esto significa un abaratamiento de las mercancías, entre ellas las que consume el obrero, con lo cual la fuerza de trabajo se abarata, pues el obrero necesita menos valor para comprar sus medios de consumo y puede dejar una parte mayor en manos de los patronos. Además, permite a cada uno de éstos vender sus mercancías más baratas, competir mejor y realizar la ganancia contenida en ellas.

Como hemos visto, la mecanización reduce la importancia del virtuosismo de los trabajadores de manera tal que, por ejemplo, la precisión de movimientos no depende ya del obrero y sus cualidades, sino que está determinada con toda exactitud por la máquina. Asimismo, se simplifican los procesos, permitiendo la sustitución de los trabajadores adultos por mujeres y niños, cambiando así la composición social de la clase obrera, con lo que tareas que antes sólo un obrero adulto podía ejecutar, con el apoyo de máquinas pueden ser fácilmente realizadas por mujeres y niños.

Así pues, el verdadero motivo de los industriales para mecanizar sus procesos no es aligerar el trabajo de los obreros, sino responder a la competencia, reducir costos, elevar la productividad y las utilidades. Al obrero, en realidad, se lo somete a un ritmo de trabajo y a un esfuerzo mayores, amén de las demás consecuencias ya expuestas. Y en cuanto a su salario, sabido es que éste no depende de lo que el trabajador produce, sino del valor de su fuerza de trabajo, del monto de sus necesidades más elementales, por lo que, sin importar cuánto produzca, seguirá ganando lo mismo.

Pero todas estas consecuencias no constituyen una fatalidad, ni la máquina es en sí misma culpable, como llegaron a pensar los ludistas; el mal no está en ella ni en los progresos tecnológicos en general; los dispositivos mecánicos no son malos en sí mismos, ni es necesario evitarlos o impedir su perfeccionamiento y aplicación, como pretenden algunos nostálgicos del pasado. La causa del problema está en la relación social en que se los utiliza: en su uso capitalista, como mecanismos para generar ganancia; eso es lo que debe modificarse. Cuando la ganancia no determine la producción y cuando la máquina sea propiedad de los trabajadores y empleada por ellos para satisfacer sus necesidades, entonces traerán felicidad, no desgracias y, efectivamente, harán más cómodo el trabajo y más feliz la existencia. 


Escrito por Abel Pérez Zamorano

Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.


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