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Se cuenta que cuando alguien planteaba a César un problema de exagerada dificultad, éste, después de oírlo, le decía éstas o parecidas palabras: “tú no necesitas, de mí, favor y ayuda; lo que necesitas es una revolución”. Pues bien, a riesgo de alarmar más de la cuenta a los asustadizos y a los convenencieros de siempre, me atrevo a decir que algo semejante deben oír los mexicanos de hoy. Veamos. Desde hace décadas se sabe que nuestra economía no funciona; que anda mal porque no crecemos lo suficiente para dar empleo bien remunerado a quien lo necesite; porque no hay un plan de industrialización y, por tanto, no somos capaces de producir siquiera una pasta de dientes sin la ayuda norteamericana; porque el 90 por ciento de lo que exportamos va al mercado de Estados Unidos; porque no hay ahorro nacional (y el que existe se destina a fines ajenos al interés nacional) y nuestra inversión depende del capital extranjero; porque no generamos tecnología propia y, en consecuencia, nuestro aparato productivo es ineficiente y muy dependiente del exterior. En una palabra: carecemos de una política económica coherente, científicamente armada para superar nuestras debilidades y meter al país en el círculo virtuoso del crecimiento y del desarrollo sostenido y sustentable.
Salvo pequeños islotes de explotación moderna, nuestra agricultura es mayoritariamente autoconsumista y pretende sobrevivir mediante subsidios gubernamentales y una política proteccionista anacrónica. El gobierno, por su parte, quiere remediar la situación aplicando brutalmente el principio de la selección natural, es decir, abriendo las compuertas a la competencia extranjera para acabar de golpe con los débiles e ineficientes, y que solo sobrevivan los más fuertes. Que ello implique que miles de familias se verán forzadas a convertirse en parias de las ciudades, en emigrantes ilegales, en carne de cañón del crimen organizado, o a morirse de hambre simplemente, es algo que no parece preocupar a los poderosos; y eso se demuestra porque, como ya se dijo, no hay una política de impulso a los otros sectores de la economía, de modo que puedan dar acomodo a los expulsados del campo.
En materia educativa, estamos a la cola de los países de la OCDE, es decir, no estamos formando profesionistas y técnicos de alto nivel, y menos investigadores de avanzada, sabios que generen ciencia nueva e inventos que revolucionen nuestro modo de producir. Maestros y alumnos en edad de votar son usados como instrumentos electorales, y los ascensos, incrementos salariales y otras conquistas laborales, son administrados y dosificados con criterios políticos y clientelares. Esta distorsión del sistema educativo es, al mismo tiempo, síntoma y consecuencia de un aparato productivo anémico, dependiente y conformista, pues, si no fuera así, dicho aparato sería el primero en exigir profesionales de alta calidad para su servicio. Suma y sigue. Somos uno de los países con peor reparto de la renta nacional, y, a pesar de ello, la clase patronal se niega a aumentar los salarios de sus trabajadores, alegando que ello solo provocaría un alza generalizada de los precios. Fingen olvidar que el valor de sus mercancías depende de la cantidad de trabajo que encierren, es decir, en última instancia, de la productividad del trabajo, y no del salario del obrero. Pero lo que sí es cierto es que el producto nuevo de cada jornada de labor se divide en salario y ganancia, y que, por tanto, si aumenta el primero, forzosamente tiene que disminuir la segunda, y eso es, justamente, lo que no quieren los empleadores. En síntesis, la pobreza en México se debe, en el fondo, a que la clase patronal quiere utilidades de primer mundo pagando salarios de tercer y aun de cuarto mundo. La ley del embudo.
Como consecuencia inevitable, se han desbordado otras dos plagas de Egipto: la corrupción y la inseguridad. Que estos males son efectos y no causa sui, se pone de manifiesto tan pronto se ensayan medidas enérgicas en su contra. Por ejemplo, sexenios van y vienen, presidentes van y vienen combatiéndola, pero la corrupción sigue ahí. ¿Por qué resiste a todo? Porque no es culpa de un individuo o de un pequeño grupo, sino fruto del sistema mismo, de su falta de equidad en el reparto de la riqueza, por un lado, y del llamado cotidiano, por otro, a hacerse rico y a consumir a lo bestia, sea como sea. En un sistema así, la corrupción se institucionaliza, se gangrena todo el aparato de poder por ese método, “ilegal” pero efectivo, de repartirse la riqueza. “Gobernar es robar” sentencia un personaje de Albert Camus. Y algo semejante pasa con el narcotráfico y el contrabando (de mercancías y de armas): hoy vemos cómo, con cada ataque del gobierno brotan nuevas cabezas de la hidra donde quiera que se pone la mano. Eso dice a las claras que la lucha no es contra unos cuantos “capos”, sino contra cuerpos policiacos enteros, contra jueces y funcionarios del más alto nivel, contra el personal de todas las aduanas del país. En resumen, contra una buena parte del aparato de poder.
Así las cosas ¿tienen remedio los males del país? Sí; solo que no convencional; requieren, como decía César, una revolución. Me apresuro a aclarar que no me refiero al viejo y gastado concepto de revuelta armada de todos contra todos, sino a una revolución en la ley y con la ley, aplicando la ley, pero eso sí, de manera radical; una revolución que barra el viejo aparato de la burocracia corrupta y cree un nuevo equipo de gobierno, dispuesto a sanar a la nación cueste lo que cueste y en un plazo perentorio. No es un nuevo partido o un nuevo Presidente lo que necesitamos, sino una nueva clase en el poder: el pueblo, pues solo el pueblo es honrado, justo, equitativo y racional, como lo demostraron en su momento todas las verdaderas revoluciones que en el mundo han sido. Y para eso, en rigor, no se necesitan armas, sino solo una democracia auténtica, que respete y permita ejercer la genuina voluntad popular.
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Escrito por Aquiles Córdova Morán
Ingeniero por la Universidad Autónoma Chapingo y Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional.