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"Si sigo escuchando a Beethoven, nunca acabaré la revolución", afirmó Vladimir Ilich Uliánov a Máximo Gorki en una conversación intima, así lo relató el brillante escritor ruso en un artículo titulado “Vladimir Lenin murió”, publicado en 1924. "No conozco nada mejor que la Appassionata. Podría escucharla todos los días. ¡Qué música asombrosa, sobrehumana!”.
A Lenin, aquel hombre con aquella increíble sensibilidad humana, la música le fascinaba tanto y a un extremo tal que reconocía en ella una peligrosa función sedativa, “no puedo escuchar música a menudo. Me dan ganas de decir cosas amables y estúpidas, y dar palmaditas en la cabeza a la gente. Éste, sin embargo, es un momento de ‘golpear cabezas sin piedad’, no de palmearlas”.
El líder proletario sentenció: "La música puede ser un medio para la rápida destrucción de la sociedad". Y qué atinado comentario aquél.
Que no se malinterprete. Lenin no condenó radicalmente a la música en ningún momento, en su comentario el revolucionario enfatizaba sobre aquél invisible y seductor poder escondido tras las notas, la armonía y el ritmo musical. Aquel hombre que según el periodista Boris Polevói pronunció más de doscientos discursos después del triunfo de la Revolución de Octubre –solo en Moscú– conocía de sobra el poder de la palabra, pero, ante todo, sabía de lo fácil que es doblegar a un espíritu –incluido el suyo– ante la potencia musical.
Sé que será polémico discutir si a lo que me estoy a punto de referir le podemos llamar música, no definiré ningún concepto, solo me concentraré en la llamada “industria musical”. Esa industria que hoy por hoy ha colocado en la cúspide del entretenimiento a un nuevo nicho de “artistas”, celebridades con tal influencia como para filtrar su nombre entre las grandes figuras de la composición musical, como Mozart, Bach o demás. Absurdo.
Aprovecharé este párrafo y ni uno más para referirme a Benito Antonio Martínez Ocasio, mejor conocido como Bad Bunny. Quien según la Sociedad Americana de Compositores, Autores y Editores (Ascap en inglés) fue el Mejor Compositor del Año en 2020, y según las métricas de Spotify ha sido el músico más escuchado en los últimos dos años. A Bad Bunny sí o sí cualquier persona de a pie lo ha escuchado; hemos sido bombardeados con sus grabaciones en todos los sentidos.
Pero detenernos en la controversia de si el cantante antes mencionado tiene el reconocimiento que ostenta de manera justa o no, es una pérdida de tiempo –hoy es él y mañana alguien más– que nos desviaría del hilo de un fenómeno determinante y fundamental, los hilos de la hegemonía musical.
En su artículo “Los mandamases de la industria de la música” publicado en rebelion.org, el periodista cultural cubano, J. A. Téllez Villalón nos da los siguientes datos:
En la última Billboard’s Power List, de enero de 2022, se dieron a conocer los 10 primeros lugares de influencia:
1) Sir Lucian Grainge
2) Rob Stringer CBE
3) Stephen Cooper y Max Lousada
4) Daniel Ek
5) Jon Platt
6) Jody Gerson (Chairman/CEO, Universal Music Publishing Group)
7) Irving Azoff
8) Guy Moot (Co-chair/CEO de Warner Chappell Music) y Carianne Marshall (Co-chair/COO de Warner Chappell Music).
9) Oliver Schusser (VP de Apple Music)
10) Lyor Cohen (Director del Departamento de Música de YouTube).
Aquí una interesante tendencia: “a partir de los años ochenta eran seis las principales empresas discográficas que concentraban el 55% del mercado de la música grabada. Dos décadas más tarde, las cinco principales empresas acumulaban más del 80% de las ventas de la industria discográfica a escala planetaria bajo la siguiente distribución: Universal Music Group, 22% del mercado; Sony Music, el 21%; Warner Music, 15.1%; BMG, el 13.2%, y EMI, 13.1%.
Ya en el 2005, el mercado estaba repartido en solo cuatro cuatro grandes empresas y se hablaba de las “Big Four”. En 2012, EMI Music fue adquirida por Universal Music Group, quedando solo tres que controlan el 70% del mercado mundial y el 80% del estadounidense.
Resulta recurrente que la mayoría son empresas asentadas en Norte América o Europa, a excepción de la multinacional japonesa Sony Music Entertainment, que nació con disquera estadounidense y mantiene sus sedes en aquel país. Estados Unidos lidera el Índice Global de Influencia Musical. Allí radica el mayor número de oficinas centrales de sellos discográficos (24 mil 506) y es el destino más visitado por artistas reconocidos. En el Norte se decide lo que en el Sur nos gusta.
Detenernos un poco en estas cifras, en el mapa, en el rastro de la influencia musical, nos hace reflexionar respecto a lo que escuchamos y cómo eso determina el cómo pensamos. Tres empresas de la música son las que impulsan con millones de dólares las carreras de los “artistas” más destacados del planeta.
Al mismo tiempo, son las encargadas de dictar las canciones que están por convertirse en los hits del momento, canciones que muchas veces no escatiman en recitar 20 marcas de estatus, lugares de recreación, sustancias psicoactivas, o un manual de pensamiento y consumo muy acorde a los intereses de nuestro modelo económico. Consume para ser feliz, esas, las ideas más pobres impulsadas por una industria de millones: letras absurdas, fórmulas simples y repetitivas que envuelven el cerebro de las masas y cumplen fácilmente su intención.
La música industrializada que hace posible que un cantante lance tres discos en un año, hoy choca de frente con los esfuerzos de una organización, el Movimiento Antorchista Nacional, que llama a cantar a los más pobres de cada uno de los 32 estados del país, cantar no con la intención de enajenar, sino de nutrir, fortalecer el espíritu de un pueblo que pese a ser ignorado, pisoteado y humillado, canta.
La música tiene el poder de sedar, pero también de despertar consciencias. Estoy seguro de que Lenin escucharía con tanta atención como lo hacemos los antorchistas, al pueblo, tanto cuando sufre como cuando canta en los encuentros de Voces del Movimiento Antorchista Nacional.
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Escrito por Óscar Manuel Pérez
Licenciado en Comunicación por la UNAM.