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En la época navideña, todo el aparato propagandístico invita, machaconamente, casi como obligación, a comprar, estar unidos con la familia y a la hermandad de todos los seres humanos. Debemos comprar, se nos dice, y quien no lo haga, quien no consuma, es un desadaptado, como Ebenezer Scrooge, aquel avaro del Cuento de Navidad de Dickens que, encerrado en su despacho y sometiendo a sus empleados, se negaba a festejar la Navidad; pero terminó convenciéndose, simbolizando con ello que para la economía de mercado, que todo convierte en mercancía, la navidad es un fabuloso negocio.
Pero festejar esta moderna “Navidad de mercado” no es cosa de simple voluntad, sino de circunstancias. En México, los 70 millones de pobres no pueden preparar su “cena navideña”, con pavo y todas esas cosas, ni poner un arbolito, ni regalos en él para sus seres queridos; ni Santa Claus visita a sus hijos en la Noche Buena. La realidad es más cruda: para la mayoría, la Navidad es un día como cualquier otro… quizá más triste.
La televisión también nos dice que éstos son días de unidad familiar, algo igualmente irrealizable para la mayoría. Cuando mucho, esta tradición pueden practicarla las familias acomodadas, pero no los pobres. Un hijo de clase alta que viva en Europa podrá venir a visitar a sus seres queridos en Navidad; muy bien, pero puede hacerlo porque tiene con qué costear su viaje; en cambio, los nueve millones de emigrados ilegales en Estados Unidos, o simplemente muchos que viven en México, pero lejos de sus familias, no tienen dinero para reunirse con ellas. Millones de empleados y obreros, atados a sus labores, tampoco pueden hacer realidad la unidad familiar. La economía y la necesidad dispersan y disgregan cada día más familias, sobre todo a las pobres, y ni la publicidad ni los buenos deseos de sus integrantes pueden reunirlas.
La propaganda invita también a la fraternidad universal, recordándonos que todos los seres humanos somos hermanos. Pero, en contraparte, la sociedad se escinde cada día más profundamente en un gran sector en creciente pobreza, y una cada vez más reducida élite de ricos. Ciertamente, es deseable la hermandad de todos los seres humanos, y debemos soñar con alcanzarla algún día, pero seguirá siendo utopía mientras la desigualdad exista. ¿Cómo lograrla, si mientras unos viven en una abundancia insultante, de otra parte, en el mundo, seis millones de niños mueren de hambre cada año? No veo cómo pueda alcanzarse si solo en la Ciudad de México hay alrededor de 14 mil niños de la calle, sufriendo frío, muchos de ellos drogados o alcoholizados, sin esperanza de una vida mejor, condenados al vagabundaje, al abandono y la enfermedad, excluidos y convertidos en antisociales. Se sabe también que la cuarta parte de todos los presos de las cárceles mexicanas está allí por haber robado una cantidad inferior a mil pesos. ¿Cómo predicar, pues, paz y armonía a todos esos infelices?
Pero a muchos políticos y gobernantes todo esto les tiene sin cuidado; y en estos días casi todos ellos ponen su mejor cara ante la televisión y casi se derriten deseando a todos felicidad y prosperidad; sin embargo, su práctica camina exactamente en el rumbo contrario, pues niegan servicios básicos a la población y emplean los recursos públicos en obras faraónicas de embellecimiento urbano, sabiendo que cientos y miles de colonias populares y comunidades rurales carecen de los servicios básicos como caminos o escuelas, o de un simple sistema de agua potable, lo que obliga a sus habitantes a caminar varios kilómetros para conseguir el líquido. Para todos ellos, estos deseos de felicidad y prosperidad suenan más bien a burla.
Al no poder realizar el ideal navideño les queda el alcohol o caer en profundas depresiones. Y se sabe que sobre todo los pobres sufren este problema, pues como decíamos más arriba, quedan atrapados en una contradicción insalvable, patológica: se les llama a la unidad familiar, pero se les impide lograrlo; se les llama a consumir, pero se les priva de los medios para ello; se les llama a la hermandad, pero se les humilla y se les niegan satisfactores elementales. Estas contradicciones quiebran su ánimo, aunque la publicidad les insista en que, aun en la miseria pueden ser felices, pues “basta con proponérselo”, algo en verdad bastante difícil. Y como ayuda, se invita a quienes tienen dinero a la caridad para, de paso, tranquilizar su conciencia, así sea dando a un mendigo unos zapatos viejos o una chamarra usada. Pero tampoco esto resuelve el problema.
La única solución es abatir la pobreza y reducir la abismal desigualdad. A ello debe contribuir, en la medida de sus posibilidades, todo aquel que sinceramente desee la armonía social. Así pues, el simple deseo de Feliz Navidad y próspero Año Nuevo de nada sirve si no se acompaña de esfuerzos reales para que la gente viva mejor. Para alcanzar la verdadera fraternidad entre todos los seres humanos es necesario reducir la desigualdad económica entre todos ellos. Y es precisamente esto lo que no se hace.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.