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Se piensa incorrectamente que los rebeldes, los subversivos y los revolucionarios son una nota discordante dentro del sistema; que su instinto por cambiar las condiciones de vida proviene de su descontento personal, de una apatía interna ante la realidad que nos fue dada por obra de la naturaleza, la casualidad o el destino. Nada más alejado de la verdad que esta concepción del ser revolucionario.
Los que destinan su vida y esfuerzos a construir un mundo distinto al que vivimos; quienes realizan acciones productivas, es decir, que tienen un impacto físico sobre el mundo, no lo hacen motivados únicamente por instinto humanitario, ni son guiados por la filantropía o la bondad.
La historia es una maestra que no se cansa de otorgarnos ejemplos de buena voluntad; que en su afán por mejorar el rumbo del sistema, terminan no solo en estrepitosos fracasos sino que, a la larga, se convierten en herramientas de continuidad de lo que pretenden destruir.
En Francia, los Eugène Sue y sus Misterios de París, las Icarias de Cabet, los Falansterios de Fourier, inclusive y a pesar de su grandeza literaria, los Jean Valjean de Víctor Hugo, que aspiraban a una redención en los cielos y no en la tierra; en Inglaterra los Thomas Carlyle, las cooperativas owenianas, las “sociedades fabianas” y las distopías orwellinas que, en lugar de ayudar a la construcción de una sociedad nueva, reafirmaron el orden establecido en el poder.
En los tiempos modernos, las organizaciones que predican el poder de la voluntad crecen con mayor celeridad aunque, a diferencia de sus antecesores, han perdido la grandeza de la forma: el fracaso del “eurocomunismo”, la descomposición de los partidos de izquierda “socialista” en Europa y su hundimiento frente a los partidos liberales de izquierda o de extrema derecha son hoy el mejor ejemplo del fracaso de las buenas intenciones.
La bondad es necesaria en la formación del revolucionario, pero no basta.
¿Qué es, pues, lo que distingue al revolucionario del filántropo? Que el revolucionario no busca cambiar la realidad guiado únicamente por la fuerza propulsora de la voluntad; que sus acciones no se rigen por el instinto y el corazón; que no es la sensibilidad afectada la única que lo motiva a actuar.
El “verdadero revolucionario”, el único capacitado para transformar, es aquél que comprende el funcionamiento esencial de la realidad, de la vida y de la historia; es un científico social. La revolución es una necesidad racional antes que un instinto pasional.
De esta manera, quienes enfocan sus esfuerzos cotidianos a transformar el mundo, no lo hacen guiados únicamente por sentimientos de amor hacia la humanidad que son, sin embargo, indispensables. El móvil de sus actos no puede ni debe provenir del instinto. Es la conciencia, el reflejo de la realidad que forja a los únicos seres capacitados para cambiar el mundo.
La fuente de la conciencia no es otra cosa que la teoría científica, es decir los principios que mueven y definen la totalidad.
Una vez comprendida la esencia de la teoría, cuyo alcance es casi infinito como el pensamiento de la humanidad, el deber del revolucionario consiste en llevar a la práctica lo aprendido; como un estudiante de cualquier otra ciencia para quien sería estéril el conocimiento acumulado si no lo ve realizarse fecundamente en el objeto de su análisis.
Pero antes de abordar la aplicación de la teoría científica de la realidad, cabe preguntarnos: ¿y de todas las teorías sobre la sociedad existentes cuál es la correcta? ¿Para convertirse en científicos sociales es necesario conocer cada una de las interpretaciones existentes? La respuesta no es sencilla: sí y no.
Es nuestro deber entender cada interpretación, aunque solo sea de manera general; en muchas de ellas, por muy lejanas que estén, hay rudimentos de ciencia que en nuestros días aún son válidos. Sin embargo, dado que esta tarea es prácticamente imposible para entender la teoría que explica los fundamentos de la sociedad existente, hay que buscar en la ciencia que sintetice todo el pensamiento humano, en la base científica del mundo moderno que ha logrado, en una serie de conceptos, principios y leyes definir, en lo general, la existencia social.
Dicha ciencia es, a pesar del rechazo que la academia y las universidades le han generado precisamente por su carácter revolucionario: el materialismo histórico y dialéctico o, en otras palabras, el marxismo-leninismo.
El conocimiento de la teoría nos permitirá, en palabras de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, “no retrasarnos respecto a la vida”. La interrogante ahora es: ¿Qué constituye a esta ciencia y cuáles son sus fundamentos? Podremos revisar esto en la siguiente parte del análisis.
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Escrito por Abentofail Pérez Orona
Licenciado en Historia y maestro en Filosofía por la UNAM. Doctorando en Filosofía Política por la Universidad Autónoma de Barcelona (España).