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Miguel A. Pérez
En El nacimiento de la tragedia o Grecia y el pesimismo, Friedrich Nietzsche insinúa que el desarrollo del arte está “ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisiaco”. Ahí mismo reconoce que en el mundo griego subsiste una antítesis entre el arte del escultor y el arte no-escultórico de la música. Desde su punto de vista, el primero es el arte de Apolo y el segundo, el arte de Dioniso.
Nietzsche identifica dos mundos artísticos separados: “el mundo del sueño” y “el mundo de la embriaguez”. En ese sentido, todo arte figurativo queda sujeto a “la bella apariencia de los mundos oníricos”, trasunto del mundo perfecto de los dioses. El gran escultor, incluso el poeta helénico, toma inspiración del sueño y trata de reproducir las imágenes oníricas. En otras palabras, Fidias el escultor y Homero el padre de la literatura griega, ocupan la posición de “imitadores”, siempre insatisfechos de una realidad fantástica evanescente.
Si bien Nietzsche reconoce que hay una clase de música apolínea, caracterizada por su fuerza figurativa (“la música de Apolo era arquitectura dórica en sonidos, pero solo insinuados, como son los propios de la cítara”), asegura que el arte no-figurativo de la música dionisiaca –y de la música en general– consiste en “la violencia estremecedora del sonido, la corriente unitaria de la melodía y el mundo completamente incomparable de la armonía”. La música dionisiaca está ligada a la embriaguez y es contraria al afán de equilibrio perfecto y fría sabiduría del arte apolíneo.
Nietzsche explica el origen de la tragedia ática a través de la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisiaco. A su juicio, la tragedia griega resulta del apareamiento de esos dos instintos, como una obra de arte a la vez dionisiaca y apolínea y, por tanto, los tres trágicos –Esquilo, Sófocles y Eurípides– presentan al mismo tiempo las características de los artistas del sueño y los artistas de la embriaguez.
El modelo anterior aplica por igual a los dos poemas homéricos. La cólera de Aquiles es el punto de partida de la Iliada: una epopeya heroica de raigambre apolínea. En ella, Homero resalta una serie de valores apolíneos, como la lealtad, el valor, la temeridad y la fortaleza. En tales circunstancias, el Pelida es el héroe clásico por definición: serio, augusto, magnánimo, temible, lleno de energía física y capaz de superar cualquier obstáculo. De este arquetipo surgirían los héroes clásicos europeos posteriores, como Orlando El furioso.
Por el contrario, Ulises, protagonista de la Odisea, es la otra cara de la moneda. Él es el héroe paciente y fecundo en ardides. A diferencia de Aquiles el colérico, Ulises representa el instinto dionisiaco, es decir, el regocijo y la sagacidad frente a la seriedad augusta y marmórea de los héroes apolíneos. En suma, la Odisea pertenece al espectro del arte de Dioniso y, en consecuencia, al mundo de la embriaguez. Así como la prole literaria de Aquiles, la estirpe de los héroes dionisiacos incluye al Lazarillo de Tormes en España y al Periquillo Sarniento en América. La Odisea prefigura las novelas picarescas del siglo XVI.
La paciencia, por una parte, y la cólera por otra, casi siempre en abierta discordia entre sí –igual que lo apolíneo y lo dionisiaco– como impulsos complementarios de la “naturaleza humana”, actúan y juegan un papel muy importante en el desarrollo del arte. Bajo esa óptica funciona El Quijote, la obra maestra de Miguel de Cervantes; pero Alonso Quijano, transfigurado en caballero andante, resulta a propósito una parodia de los héroes apolíneos clásicos, Sancho Panza una resonancia sardónica de Ulises; y Rocinante, por supuesto, la burla de Bucéfalo y Babieca, los heroicos caballos legendarios de Alejandro Magno y El Cid.
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Escrito por Clionautas
Columna