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Nunca en toda la historia de la humanidad ha habido tantos seres humanos sin trabajar como ahora. Eso es aportación exclusiva del modo de producción capitalista. Quien no penetre en lo que realmente pasa en este mundo, diría al escuchar esto que cada vez más pocos producen lo que todos necesitan, que los pasmosos avances tecnológicos alcanzados han logrado apartar de la dura jornada a grandes multitudes. En efecto, las han apartado. Pero todo el “inmenso arsenal” de mercancías que se produce a cada minuto no sirve para aliviar ni un ápice las penurias de los que ya no son obreros, de los que nunca han sido obreros ni de los que nunca en su vida serán obreros productivos.
Millones y millones de hombres, mujeres y jóvenes en edad y en aptitud de trabajar y producir satisfactores deambulan en todo el mundo hambrientos, enfermos, ateridos de frío, sin un techo para guarecerse y sin saber qué va a ser de ellos al día siguiente, sin saber, siquiera, si para ellos habrá un día siguiente. Millones se tiran a las selvas, al desierto, al mar con sus hijos pequeños en brazos tratando de llegar a las famosas metrópolis en donde, supuestamente, encontrarán un empleo bien remunerado para ganarse la vida. Todo solamente para encontrar a feroces guardianes con perros o con alambradas y cámaras para detectarlos y encarcelarlos o volverlos a echar a la nada de la que llegaron.
En sus lugares de origen, los viejos quedan solos, los pueblos desiertos, ascienden el abandono y la tristeza. Los que se marcharon volverán “este año” y no vuelven nunca como no sean los que tienen la fortuna de regresar para ser sepultados. Siempre ha habido migraciones, en su tristeza está mucho de nuestro pasado, de hecho, el género humano debe su progreso a su nomadismo de miles de años, pero nunca antes, tanta gente, viajando tan lejos para encontrar tanto rechazo, había compartido el mismo destino. La muerte del migrante también. Y los que logran arribar y, dicho sin ironía, establecerse, ¿qué conquistan?, grandes guetos de pobreza, discriminación por el idioma, el color de la piel y la apariencia durante generaciones.
¿Qué pasa? ¿Por qué los portentosos avances para producir más y mejor no sirven para mejorar sustancialmente la vida de los seres humanos? ¿Por qué no sirven para que trabajen menos horas al día, para que sus trabajos sean menos extenuantes, para que sean menos peligrosos, para que no tengan que viajar lejos o marcharse definitivamente?
¿Por qué producir más y mejor no redunda en una vida más cómoda y digna para los seres humanos? ¿Por qué –vayamos más allá– no les deja tiempo para que conozcan más la realidad y se hagan científicos, más tiempo para que sean creadores permanentes de belleza, en fin, para que indaguen en todo, lo conozcan y creen un mundo mejor para el presente y para el futuro de la humanidad? ¿Por qué, pues, el progreso científico y tecnológico tiene que ser una calamidad terrible para el ser humano?
“En sus Principios de Economía política, dice John Stuart Mill: ‘Cabría preguntarse si todos los inventos mecánicos aplicados hasta el presente han facilitado en algo los esfuerzos cotidianos de algún hombre’. Esta cita aparece en El Capital de Carlos Marx, cuyas revelaciones –para rabia de sus enemigos– siguen siendo extraordinariamente útiles para explicar y comprender lo que ahora sucede. Marx incluyó la cita en el texto de su obra inmortal porque se dio cuenta que ya otro genio, John Stuart Mill, dudaba severamente de los aportes de la tecnología y, honrado como muy pocos, le hizo justicia y, apenas, en una modesta nota de pie de página, Marx añadió con toque maestro lo que le había faltado decir a Mill: “De algún hombre no alimentado a costa del trabajo de otros”.
En efecto, contra lo que cotidianamente se repite, los hombres no son iguales. Unos son dueños de medios de producción, que son muchos y muy grandes: tierras, aguas, minas, edificios y naves, transportes, máquinas, herramientas, materias primas, etc. Otros hombres no son dueños de nada de eso, solamente de su fuerza de trabajo, de su energía transformadora y, para sobrevivir, obligadamente, tienen que venderla a los dueños de los medios de producción. Éstos la compran y pagan por ella su valor, es decir, lo que el obrero o la obrera necesitan para sobrevivir y regresar al día siguiente a desempeñar la misma labor. Es una cadena perpetua. Pero sucede un fenómeno sorprendente: durante la jornada, la fuerza de trabajo en acción produce una o muchas mercancías que concentran mucho más valor de lo que ella, la fuerza de trabajo, cuesta. Ahí está la clave de la ganancia. Por eso pueden existir fábricas sin patrones, pero nunca sin obreros. Por eso no importa lo que elabore el obrero, medias de nylon, condones o tractores, lo que importa es que despliegue su energía y produzca una mercancía que se venda.
¿Y las máquinas? No son, no se compran ni se ponen en manos del obrero, como ya lo sospechaba John Stuart Mill y lo precisó magistralmente Carlos Marx, para aliviar, abreviar o hacer menos tediosa y deformante su labor; son para obligarlo a producir más mercancías en menos tiempo, para agrandar inmensamente el valor producido y, como consecuencia de ello, enfrentando y derrotando a sus competidores, incrementar escandalosamente la ganancia. La jornada no se vuelve más cómoda y llevadera, se torna una tortura en la que el obrero se tiene que mover más rápido, a la velocidad que lo exige la máquina, tiene que estar más, mucho más concentrado sin perder detalle, so pena de perder una mano, un pie o la cabeza, el obrero se vuelve esclavo de la máquina.
Pero no es todo. Hay más. Para cumplir con su función, la máquina se tiene que modernizar y perfeccionar frenéticamente y realizar funciones que antes realizaba el obrero que la operaba y otros obreros más y el patrón pasa a prescindir de ellos. Ahora, menos obreros producen más mercancías, muchas más. Los desplazados y los que ya nunca entraron a la fábrica o al taller, forman un ejército de pobres que crece a cada nuevo avance científico y tecnológico. Grave error sería en este recuento de penalidades dejar fuera a los desocupados que no se marchan al extranjero y que se ha dado en decir que se encuentran instalados en el “empleo informal” porque se niegan a dejarse morir y venden baratijas en la calle o ayudan a estacionar autos con una franela en la mano. Estamos en la época en la que la ciencia y la tecnología esclavizan más al hombre y vuelven su vida más miserable.
Si no hacemos nada, si no ayudamos a que los oprimidos del mundo y sus posibles aliados enfrenten a la despiadada propaganda y cobren conciencia, si no se organizan y no luchan, la situación será cada vez más aterradora. Ya llegó la llamada inteligencia artificial. Ya hay tiendas de conveniencia sin un solo empleado, taxis sin chofer, computadoras que elaboran proyectos arquitectónicos en segundos, operaciones de cataratas con aparatos más sensibles que la mano y, para entrar al corazón y al cerebro, se usan robots ultraprecisos. Las clases medias se están extinguiendo. ¿Cuántos más se proletarizarán en los próximos años? ¿Cuántos nunca llegarán a tener un empleo? ¿Cuántos tendrán que irse a sobrevivir en la calle para que cada vez menos ricachos se harten de obtener ganancias y llevar vidas de ensueño? No, no es la ciencia, no es la tecnología, que deben servir al hombre como su creador, son las manos, las garras que las mueven y se benefician de ellas.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".