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La casa de los famosos o la clonación de la oquedad
Aparentar es evadir lo auténtico, jugar con la verdad, ya sea “filtrando” o embelleciendo a la realidad, o bien, obstinándose a ultranza en lo superficial.
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Ocurre una paradoja en la vida pública de la sociedad moderna capitalista: las personas se tornan cada vez más individualistas, su cosmovisión parte de la idea de que lo valioso es el éxito personal, mezquino, a costa incluso del interés colectivo (incluido el familiar), hombres-islas que envidian y se hermetizan en sus metas y repelen identificarse con el interés social, colectivo, no sólo el de otros, sino el de su propia comunidad, país; no obstante, su vida personal no debe mantenerse aislada, sus relaciones con el colectivo consisten en hacer público lo que antes era privado: reuniones, compañía, relaciones, amistades, sentimientos, confesiones, aversiones, opiniones, oraciones, etc., ésa es la razón de ser de las redes sociales; pero no se reduce a la mera declaración escrita, sino a lo más importante: publicar la imagen y el video, dejar la evidencia gráfica. Y aquí viene lo propiamente característico de nuestra época: la apariencia; es decir, aparentar es evadir lo auténtico, jugar con la verdad, ya sea “filtrando” o embelleciendo a la realidad, o bien, obstinándose a ultranza en lo superficial. Entonces estamos ante un ser humano aislado pero que implora la atención colectiva y pretende afanosamente la aprobación de otros para destacarse del resto.

Este modo de ver la vida es, desde luego, herencia educativa de las convicciones burguesas: consumir obsesivamente. “Compro y presumo, consumo y lo ostento”; ¿para qué?, para que los demás vean mi aparente superioridad; esa envidia es benéfica para el que vende, para las empresas que producen aquellas mercancías; la presunción entre los individuos es una efectiva política de mercadeo: “si aquél lo tiene, yo también lo necesito y será mejor”. Somos promotores inconscientes de los intereses de los dueños del mercado, al promocionar sus mercancías. Y así, sin darnos cuenta, idolatramos al que posee, al que consume con despilfarro lo caro y lo engañosamente escaso, aunque, a veces, no sean más que caricaturas del verdadero burgués, del dueño de grandes consorcios y monopolios que desean imitar.

Para eso sirve una celebridad. Ídolo, le llaman, porque es motivo de admiración, no sólo por el presunto talento, sino por su estilo de vida (consumo). Cuando enclaustran a estas marionetas afamadas en una casa atiborrada de cámaras es simular que tenemos acceso a su comportamiento privado; los actores son conscientes del show: no hay naturalidad posible. La dinámica: se relacionan, hacen equipos, “amigos”, pero el premio es para uno solo. Entonces, hacen un ensayo de lo que es la vida social en el capitalismo: sus relaciones falsas de amistad y su trabajo en equipo son cálculos de su fin económico; buscan congraciarse y cautivar tramposamente al público que los vota, usan a los otros competidores y usan al público que los aclama; porque la ganancia lo es todo, todo se supedita a él, hasta los lloriqueos “espontáneos”. Las marcas patrocinan porque saben que la gente imita hábitos de consumo, pero no sabemos si realmente los consumen. La apariencia no exige autenticidad. Son personajes vacíos, huecos, sin contenido, la superficialidad no les exige nada más que lo que se muestra en lo inmediato. Por eso cuando conversan reproducen los prejuicios, ideas, concepciones que les encarnó el sistema capitalista: machistas, racistas, egoístas, homofóbicas, pretenciosas, etc. Esto ya lo sabemos de sobra, siempre ha sido así en lo que concierne al contenido del entretenimiento de masas.

Nota bene: los consumidores no pueden ser culpables en una primera instancia, es una condición determinante por omnipresente. De ahí que nadie pueda sorprenderse por el incremento estrepitoso de audiencia para estos contenidos; pues, los poseedores de la alta cultura, por su posición económica o por sus condiciones educativas, nunca se han propuesto en serio generar colectivamente alternativas culturales para elevar desinteresadamente o enriquecer las apreciaciones culturales de la masa, ya sea facilitando su talento al servicio de los ignaros o instruyéndolos.

Tarea difícil, indudablemente, porque el competidor es monstruosamente corporativo y tiene el respaldo de los aparatos ideológicos del Estado, incluso el conducido por el reformismo tibio del obradorato, para el caso de México. Debemos aceptar que los cambios sustanciales en los gustos culturales de las masas suceden cuando el Estado garantiza una calidad educativa verdaderamente masiva, ésa es la base que sostiene todo. Y para que un Estado tenga esa verdadera convicción de educar para liberar, no con cambios burdamente superficiales, sino con una inversión cuantiosa y efectiva, debe ser gobernado por la clase de los trabajadores, pero estructurada, orientada y coordinada políticamente. Sin esto, las pantallas seguirán reproduciendo superficialidades, devorando impunemente inteligencias en el terrible juego de la feria de las vanidades. 


Escrito por Marco Antonio Aquiáhuatl

Columnista


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