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Mercedes Durand Flores (1933- 1999) forma parte de esa pléyade de poetas que, en El Salvador, a partir de la década de 1950, se agruparon en torno al grupo Octubre –nombre inspirado en dos revoluciones, la Bolchevique de 1917, en Rusia, y la de 1944, en Guatemala– antecedente de la Generación Comprometida, a la que se unirían tantos poetas centroamericanos al calor de las luchas anticolonialistas y libertarias en todo el continente.
Docente, narradora, periodista y destacada difusora de las letras y la cultura latinoamericana; estudió Letras en la UNAM y su obra poética, que apareció publicada en El Salvador y México, abarca Espacios (1955); Sonetos elementales (1958); Poemas del hombre del alba (1960); Las manos en el fuego (1969); Las manos y los siglos (1970); Antología poética (1972); y A sangre y fuego (1980).
La forma ha sido tomada de la tradición poética, pero la idea fulgura en total equilibrio en el soneto El fuego, en el que Durand sintetiza brillantemente la historia de la humanidad desde el mítico momento en que la tribu aprendió a dominar las llamas y canta al fecundo trabajo humano, a la sangre joven de mujeres y hombres que a lo largo de milenios se convirtió primero en pan y refugio para los suyos y luego en fuente de la opulencia ajena.
El gozo de la joven panadera
brotó de las caricias matinales
del fuego que convierte a los trigales
en panes de morena cabellera.
El rojo crepitar de la madera
quemó las inclemencias invernales;
la lumbre de los soles tropicales
doró la juventud de la pradera.
El fuego atardecido en la herrería
moldeó la dimensión de los balcones
en rizos de enrejada fantasía.
El fuego, corazón de los talleres,
llevó en universales expresiones
aliento de artesanos menesteres.
Un texto del cubano Alejo Carpentier es el epígrafe en Las manos y los siglos: “Y he aquí que ese pasado de súbito se hace presente. Que lo palpo y aspiro. Que vislumbro ahora la estupefaciente posibilidad de viajar en el tiempo como otros viajan en el espacio”. En metro heptasílabo y con una sencillez sobrecogedora, la voz poética nos arrebata por los aires en un viaje que abarca los albores de la civilización, el sufrimiento y los afanes humanos y llega al fugitivo presente sintiendo la imperiosa necesidad de hablar del instante actual antes de que la muerte llegue.
Voy a decirlo todo
como lo vio el bisonte
y lo esculpió en las rocas
el hombre de Altamira.
Soy la lumbre del tiempo
y el corazón del mundo.
Soy un ser sin edades
sin cálculos
sin prisas
sin relojes de arena
sin sandalias
sin báculos
y sin abecedarios.
Soy un tiempo sin tiempo.
He recorrido asombros
borrascas
ansiedades
y miradas perplejas
y voces guturales
y alegrías informes
y formas desprendidas
de la urgencia y del hambre.
He visto arder el fuego
y estallar los guijarros
y correr el antílope
y recoger bellotas
en paisajes de taiga.
Voy a decirlo todo
con palabra sencilla
y soltaré mi lengua
como un pequeño pájaro.
Voy a decirlo todo.
He de vaciar un cántaro.
Más tarde
con el tiempo
me cubrirá la hierba
me asumirá el silencio
y cesarán mis pasos.
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.