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Olga Orozco nació en Toay, La Pampa argentina, el 17 de marzo de 1920. Su infancia transcurrió en Bahía Blanca hasta los dieciséis años, cuando se trasladó con sus padres a Buenos Aires, donde inició su carrera literaria. Trabajó en el periodismo empleando varios seudónimos, dirigió algunas publicaciones literarias, hizo parte de la generación Tercera Vanguardia de marcada tendencia surrealista, y basó su producción poética en la influencia que en ella ejercieran Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke.
Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida con los premios: Primer Premio Municipal de Poesía, Premio de Honor de la Fundación Argentina (1971), Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes, Premio Esteban Echeverría, Gran Premio de Honor de la SADE, Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita (1972), Premio Nacional de Poesía (1988), Láurea de Poesía de la Universidad de Turín, Premio Gabriela Mistral, otorgado por la OEA, Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo (1998).
De su obra merecen destacarse las siguientes publicaciones: Las muertes (1951), Los juegos peligrosos (1962), Cantos a Berenice (1977) y Con esta boca, en este mundo (1994). Falleció en Buenos Aires, Argentina, el 15 de agosto de 1999.
Cantos a Berenice
II
No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar
los huecos que fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales
hechos con la sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante
sobre un foso de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
–el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira
y se detiene alrededor de un ascua,
en torno de un temblor–.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como
una perla roja brillando entre los dientes.
III
Quiero pensar que no eras la cría repudiada,
hija de gato errante y de gata cautiva
–la pareja precaria, victoriosa
en la ley de un solo acoplamiento
y sumisa al decreto de algún Malthus
tardío que impera en el desván–.
Puedo creer que no eras trofeo ni residuo
arrojado al azar desde lo alto de la roca,
ni yo la tejedora que detiene con
redes milagrosas el vuelo o la caída.
Algo más que piedad, que providencia y desatino
erigió nuestra carpa invulnerable
entre las carcomidas fundaciones.
Algo que comenzamos a saber entre un plato de leche
y huesos, solo huesos de desapariciones, tan duros de roer.
V
Tú reinaste en Bubastis
con los pies en la tierra, como el Nilo,
y una constelación por cabellera en tu doble del cielo.
Eras hija del Sol y combatías al malhechor nocturno
–fango, traición o topo, roedores
del muro del hogar, del lecho del amor–,
multiplicándote desde las enjoyadas dinastías de piedra
hasta las cenicientas especies de cocina,
desde el halo del templo, hasta el vapor de las marmitas.
Esfinge solitaria o sibila doméstica,
eras la diosa lar y alojabas un dios,
como una pulga insomne,
en cada pliegue, en cada matorral de tu inefable anatomía.
Aprendiste por las orejas de Isis o de Osiris
que tus nombres eran Bastet y Bast y aquel otro que sabes
(¿o es que acaso una gata no ha de tener tres nombres?);
pero cuando las furias mordían
tu corazón como un panal de plagas
te inflabas hasta alcanzar la estirpe de los leones
y entonces te llamabas Sekhet, la vengadora.
Pero también, también los dioses
mueren para ser inmortales
y volver a encender, en un día cualquiera,
el polvo y los escombros.
Rodó tu cascabel, su música amordazada por el viento.
Se dispersó tu bolsa en las innumerables bocas de la arena.
Y tu escudo fue un ídolo confuso
para la lagartija y el ciempiés.
Te arroparon los siglos en tu necrópolis baldía
–la ciudad envuelta en vendas
que anda en las pesadillas infantiles–,
y porque cada cuerpo es tan solo una parte del inmenso sarcófago de un dios,
eras apenas tú y eras legión sentada en el suspenso,
simplemente sentada,
con tu aspecto de estar siempre sentada
vigilando el umbral.
Con esta boca, en este mundo...
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ése al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo
para encarnar en esta dura nieve
donde solo se inscribe el roce
de la rama y el quejido del viento.
Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo
que a un vigía en el arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo con la lengua cortada.
¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones
o arrebatadas a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido,
porque ¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Entre perro y lobo
Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
una cara labrada desde el fondo
por los colmillos de la furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.
No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra
y va conmigo dondequiera que vaya,
o se desploma en ruinas con
las puertas abiertas a la invasión del enemigo.
Cada noche desgarro a dentelladas
todo lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra
con mi jaula de obediencia en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo solo bebo en el abrevadero de los hombres
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario
en el desierto, la sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito
y a oscuras, desde mis propios dientes?
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Escrito por Redacción