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“Los grandes poderes mueren de indigestión”, dijo el genio Napoleón Bonaparte. Me inclino a pensar que, como en otras muchas cosas de la vida, Napoleón tenía razón. Ahora que atestiguamos lo que está sucediendo con el mayor poder que ha existido en la historia, cuando sabemos que ha devorado millones de kilómetros cuadrados de terreno con sus incontables recursos naturales y sojuzgado y puesto a su servicio a millones de seres humanos y lo vemos acosado por problemas cada vez más graves, entendemos que Napoleón no andaba muy desencaminado.
Estados Unidos (EE. UU.) fue sin duda el mayor beneficiario de la matanza fascista. Calculó hasta el final en qué momento y cómo se incorporaría a la Segunda Guerra Mundial y, para mayo de 1945, era, sin ninguna duda, la economía más grande y poderosa del mundo y, todavía, a principios de agosto de ese año, con dos bombas atómicas lanzadas sobre dos ciudades japonesas inermes, sin capacidad agresiva y sin ninguna defensa, ratificó criminalmente su hegemonía. Se adueñó del mundo e impuso casi a todo el orbe su modo de producción capitalista.
Todavía en la primera mitad de los años sesenta del siglo pasado parecía que su modelo sería eterno. En EE. UU. parecía que las clases medias con dos niños bien vestidos, casa, auto y perro eran el único presente y el único futuro. Por la mañana, un camión amarillo siguiendo una ruta fija, recogía a los estudiantes en paradas específicas y los iba depositando en sus respectivas escuelas; en ellas había orden, respeto, disciplina; no se veían cabellos largos ni faldas cortas ni tatuajes; tampoco, por supuesto, parejas en un plan esagerao, como la que encontró una noche el farolero.
Ya ese país solo existe en las viejas películas de Hollywood, la mayor fábrica de armamento ideológico del mundo que, si no estoy mal informado, está en huelga, lo cual ya es un cambio radical que tuvimos que ver para creerlo. Ahora que se inician clases, el poderosísimo diario The Washington Post, al que nadie en su sano juicio se atrevería a catalogar de adversario del statu quo, informa en su primera plana de su edición digital que “en todo el país, los docentes están informando a sus sindicatos y directores lo que describen como una lista de problemas en sus aulas. Desde interrupciones hasta peleas en los pasillos, padres agresivos, ansiedad en torno a la censura y a la naturaleza cada vez más política de sus trabajos; muchos educadores dicen que están comenzando este año escolar con nervios… la creciente falta de respeto que sienten algunos profesores es un tema unificador. En D.C., el Sindicato de Maestros de Washington dice que sus miembros notaron un aumento en la violencia física el año pasado, tanto entre estudiantes como contra el personal” (The Washington Post, 26 de agosto). Crisis en la juventud. Por eso, como respuesta a la rebelión que inició en París en 1968 (yo sostengo que empezó en México en 1967), el gobierno norteamericano y la CIA organizaron el Festival de Woodstock, que impondría los nuevos derroteros individualistas y superestructurales (alcohol y estupefacientes incluidos) que debería seguir en adelante la inconformidad social de la juventud.
Lo dicho se refiere solo a la violencia que se extiende en las aulas, lo cual ya es escalofriante, pero no es todo. La mundialmente famosa seguridad que existió alguna vez en las calles de EE. UU., ahora, también, ya es historia. “E. U. bate récords con 474 tiroteos masivos en lo que va de 2023… Las cifras fueron proporcionadas por el portal estadístico Gun Violence Archive. Según los números del mismo portal –una base de datos sin fines de lucro–, en 239 días del presente año hubo 28 mil 296 muertes por armas en EE. UU., el número más alto de la historia reciente en ese país” (nota publicada en el portal Sputnik el 27 de agosto).
Precisamente cuando se conmemora el quincuagésimo aniversario de la histórica marcha contra la discriminación y por la igualdad del pueblo de color encabezada por Martin Luther King, quien proclamó para la ciudad y para el mundo, I have a dream!, y cuando el comandante en jefe de las intervenciones armadas, que ya suman más de 100 solo desde 1991, Joseph Biden, acaba de decir, usted dirá con cuánta sinceridad, que había que seguir persiguiendo el sueño de M.L. King. EE. UU. es el país más rico del mundo y también el que tiene en su seno la desigualdad de ingresos más alta de todas las naciones del G7, el exclusivo grupo de los países más ricos del planeta.
En EE. UU., la esperanza de vida al nacer disminuyó en casi tres años, de 2019 a 2021, llegando a 76.1 años, el nivel más bajo desde 1996; y las perspectivas son aún más duras para los nativos americanos, cuya esperanza de vida se redujo en 6.6 años, a 65.2 años en 2021, igualando el nivel que tenía la población total de EE. UU. en 1944. En EE. UU. no existe el acceso universal gratuito a la sanidad; según la oficina del censo, en 2018, 27.5 millones de personas, entre ellas más de cuatro millones niños, vivieron sin seguro médico. En consecuencia, en la reciente pandemia del virus SARS-COV2, EE. UU. ocupó el primer lugar mundial, con más de un millón de muertes.
¿Por qué todo eso? Porque EE. UU. es el más grande devorador de tiempo de trabajo no pagado en toda la historia de la sociedad humana. Sus masas inmensas de trabajadores reciben un salario que les sirve para vivir, para sobrevivir, se entiende mejor, mientras que diariamente, durante su jornada laboral, producen una riqueza inmesamente mayor que la magra retribución que reciben. Así se explica sobradamente que cada miembro del índice de multimillonarios de Bloomberg haya ganado un promedio de 14 millones de dólares por día durante los últimos seis meses.
El gobierno sigue atizando la venta masiva de mercancías para garantizar y acelerar la realización de los volúmenes inmensos de tiempo de trabajo no pagado, específicamente, en la forma de compra y consumo masivo de armas. Las supuestas ayudas a Ucrania en la guerra provocada contra Rusia no son donativos, son préstamos con plazo y buen interés, para que se compren de manera rápida y abundante armas de todo tipo producidas por las enormes fábricas del capital norteamericano. El pueblo ucraniano pagará los 21 mil 300 millones de dólares recibidos (solo hasta diciembre del año pasado), aunque esté exhausto y tenga que liquidar sus deudas con territorio, recursos naturales e hijas e hijos usados como esclavos asalariados del imperialismo. La guerra es una tragedia horrible para muchos, un negocio fabuloso para muy pocos.
Así se comprende que los trabajadores, desgraciadamente aún espontáneos, fragmentados y sin ninguna dirección firme y consecuente de su clase, se defiendan cada vez con más frecuencia y fuerza. “El indicador más reciente de una ola de militancia y movilización sindical sin precedente en las últimas décadas se registrará esta semana, cuando unos 150 mil trabajadores automotrices voten para autorizar una huelga si Ford, General Motors y Stellantis no acceden a un nuevo contrato colectivo en septiembre, con lo cual se sumará a un verano que ha incluido un triunfo histórico de 340 mil trabajadores de paquetería, y huelgas de miles de actores y guionistas de cine y televisión, hoteleros en Los Ángeles y paros en más de 150 tiendas de Starbucks en demanda de contratos colectivos” (La Jornada, 22 de agosto).
No hay espacio para extenderse más; no obstante, no debe dejar de mencionarse la alianza económica de once países que ya conforman el Nuevo BRICS y que desafían el poder omnímodo del dólar y, por tanto, la hegemonía económica de Norteamérica, mientras que internamente –no podría ser de otra manera– la clase dominante del país del sueño americano se halla profundamente dividida en dos titánicos grupos que son expertos urdiendo provocaciones, atentados, golpes de Estado e invasiones. La crisis ronda a EE. UU.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".