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La clase obrera y las transformaciones sociales
A la clase obrera le urge la acción intrépida e inteligente de un moderno cuerpo de educadores y organizadores que la saquen de su pasmo histórico, le sigue faltando un poderoso movimiento de masas en el qué apoyarse.
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Se cumplieron 131 años del primer Primero de Mayo, de ese día del año de 1890 en el que millones de proletarios salieron a la calle como un solo ejército de todo el orbe para pasar revista a sus fuerzas, convocados por la Segunda Internacional. Éste es el verdadero origen del Primero de Mayo. No es el “día del trabajo”, ni “la fiesta de los trabajadores”, nada de eso que se usa para festejar y empuja a los incautos a gastar; es desde sus orígenes una protesta, una denuncia en contra del capital explotador que obliga a los obreros a trabajar jornadas extenuantes y embrutecedoras. La histórica Segunda Internacional, este segundo desafío heroico a los más poderosos de la tierra, fue fundada por el Congreso Socialista Mundial que se reunió en París entre el 14 y el 21 de julio de 1889 y ahí, fiel a su espíritu contrario a la explotación del trabajo ajeno, acordó: “Será organizada una gran manifestación a fecha fija, de manera que en todos los países y en todas las ciudades a la vez, el mismo día convenido, los trabajadores intimen a los poderes públicos para que reduzcan legalmente a ocho horas la jornada de trabajo y apliquen las demás resoluciones del Congreso Internacional de París”.

La jornada de ocho horas es ahora una realidad jurídica en gran parte del mundo y, aun así, la riqueza producida por la mano obrera ha crecido de manera fabulosa, increíble; se produce como nunca en la historia, más riqueza por cada hora que pasa el trabajador en la fábrica. Los capitalistas encontraron la manera de multiplicar por miles o por millones, la productividad del trabajo.

Con todo lo que tuvieron de heroicos y ejemplares los hechos de la huelga de Chicago y, en particular, los de sus más importantes líderes, no fue ahí donde se originó la jornada de combate del Primero de Mayo, sino, como queda dicho, en una resolución de la Segunda Internacional, a cuya cabeza se encontraba el gran líder y maestro de los proletarios del planeta, Federico Engels. La resolución recogió la demanda de la jornada de ocho horas que ya habían enarbolado antes los socialistas utópicos, principalmente Roberto Owen, y decidió fijar la fecha de la protesta mundial en el tercer aniversario del inicio de esa importante lucha obrera en la ciudad de Chicago.

En efecto, el primero de mayo de 1886 se convocó a las afueras de la fábrica McCormick a un mitin para protestar por los despidos de trabajadores durante una huelga que ya duraba varios días; a esa concentración defensiva llegaron unas 25 mil personas; la matanza que todo el mundo recordará siempre tuvo lugar dos días después, el tres de mayo, en otro mitin que se celebró ese día; los obreros indignados comenzaron a lanzar piedras contra las instalaciones de la fábrica y la policía intervino de inmediato en defensa de los intereses del capital, arremetiendo contra los obreros y dejando a varias decenas de heridos graves y muertos a seis de ellos. Al día siguiente se convocó a otro mitin de protesta en la Plaza Haymarket (que hoy, irónicamente, se llama Union Square) y, cuando ya casi concluía el acto, sobre el contingente policiaco que acechaba a los obreros reunidos cayó una bomba, matando a uno de ellos. La provocación, por supuesto, fue aprovechada de inmediato; la policía arremetió contra los presentes. Ese día y los siguientes encarceló y sometió a juicio a sus líderes.

Los líderes de la lucha de Chicago no eran solamente luchadores por mejoras económicas para ellos mismos, no eran de los que reclaman todos los derechos y ninguna de las obligaciones, no eran de los que tanto abundan ahora, de los que monopolizan la lucha de los obreros del país, no, nada de eso. Eran luchadores sociales muy consecuentes y conscientes de los riesgos que corrían y, sobre todo, del proyecto de nueva sociedad que aspiraban a construir para toda la humanidad.

Oscar W. Neebe era partidario de las ideas socialistas y, aunque fue totalmente ajeno a los hechos, estuvo 15 años preso y, en su discurso de defensa dijo: “Yo os suplico: ¡Dejadme participar de la suerte de mis compañeros! ¡Ahorcadme con ellos!”; Miguel Schwab, alemán de nacimiento, miembro del Partido Socialista de Alemania, colaborador de la Gaceta de los trabajadores (ya en Estados Unidos), dijo: “El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo”; Luis Ling, obrero, dijo: “Yo repito que soy enemigo del orden actual, y lo repito que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras aliente… os desprecio, desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad. ¡Ahorcadme!”; Jorge Engel, miembro del Partido Socialista, dijo: “¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en el que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones aprovechándose de las máquinas, otros caen en la degradación y la miseria, así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres científicos deben ser utilizadas en beneficio de todos”; Samuel Fielden, activo miembro de la Asociación Internacional de los Trabajadores, dijo: “Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mí mismo, yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia”; Albert J. Parsons, importante líder del movimiento obrero norteamericano, dijo en su turno: “Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad”; y, finalmente, Augusto Vicent Theodore Spies, otro de los gigantes de Chicago, miembro del Partido Socialista y redactor de la Gaceta de los trabajadores, dijo en su discurso de defensa: “Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga y empiezo con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante El Consejo de los Diez, en una ocasión semejante: ‘Mi defensa es vuestra acusación, mis pretendidos crímenes, vuestra historia’”. Hombres imponentes, héroes de la clase proletaria cuyas palabras deberían retumbar en la mente de los miles de millones de pobres de la tierra.

La lucha de la clase obrera hace ya tiempo que está postrada, los obreros del mundo tienen encima todo el aparato de propaganda, todo el panorama que el diablo le mostró a Jesús para que se arrodillara y lo adorara; experimentan una severa reducción cuantitativa de su clase, tanto por los sorprendentes aumentos de la productividad, como por la reducción de la cantidad de los grandes negocios por el proceso de monopolización de los capitales; los obreros soportan una criminal y voraz caterva de falsos líderes que los espían y reprimen de noche y de día y, finalmente, si todo esto no llega a funcionar para mantenerlos laborando dócil y disciplinadamente, sus explotadores cuentan con severas leyes que, llegado el momento, sirven para echar a la calle al obrero o al dirigente sin defensa ni recurso eficaz posible. A la clase obrera le urge, pues, la acción intrépida e inteligente de un moderno cuerpo de educadores y organizadores que la saquen de su pasmo histórico, le sigue faltando un poderoso movimiento de masas en el que se apoye y la haga sentirse segura y confiada para plantar cara al capital, tomar plena conciencia de su fuerza invencible. Todo esto es cierto, pero el Viejo Topo avanza inexorable y muy pronto asomará a la superficie. Nadie debe dudarlo.


Escrito por Omar Carreón Abud

Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".


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