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Bioterrorismo desafía al derecho internacional
El bioterrorismo de Estado es una práctica de las superpotencias para vencer a sus rivales; y proyectar su poder e influencia con base en el terror. Esa visión implica, entre otras consecuencias, la muerte de millones de inocentes.
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Las potencias que utilizan con frialdad genocida armas químico-biológicas contra adversarios políticos y objetivos civiles desafían al derecho humano a la bioseguridad y al derecho internacional. El bioterrorismo es utilizado por un puñado de gobiernos como una estrategia clave de su política exterior ante la indolente pasividad de las organizaciones internacionales responsables de prohibir el desarrollo y uso de este tipo de armas.

En términos geopolíticos, el bioterrorismo de Estado es una práctica de las superpotencias para vencer a sus rivales, así como para proyectar su poder e influencia con base en el terror. Esa visión implica no solo la muerte de millones de inocentes, sino también la destrucción de las capacidades fundamentales del adversario mediante la desestabilización de su integridad biológica y ecológica.

Aunque el desarrollo y uso de patógenos letales en conflictos militares es un recurso ilegal y condenable, el Departamento de Defensa de Estados Unidos (EE. UU.) dispone de laboratorios de este tipo en todo el planeta. Esta realidad, oculta a la vista internacional, es avalada por los aliados y socios de Washington que alojan, en sus territorios, estas sedes mortíferas sin informar a sus ciudadanos.

En febrero de este año, en Perú se denunció la existencia de un laboratorio biológico en la base NAMRU 6, que opera desde hace 39 años sin que ninguna institución local de esa nación advirtiera su presencia. El dengue que afectó a Nicaragua en los años 80 salió del Instituto de Investigaciones Médicas en Enfermedades Infecciosas del Ejército de EE. UU., en Fort Detrick, Maryland, afirman biólogos.

 

 

El régimen blanco que imponía el Apartheid en Sudáfrica desarrolló armas biológicas en su Proyecto Coast para esterilizar con agentes biológicos a la población negra, denuncia la doctora Marcela Ferrés. Ningún artífice de esos planes biológicos letales ha sido llevado ante la justicia por las instancias internacionales.

Sin embargo, la mentira relativa del desertor iraquí Rafid Ahmed Alwan sobre que Saddam Hussein poseía armas biológicas y que los halcones de Washington usaron como coartada para invadir el país del río Tigris fue escuchada como verdadera, pese a que los científicos del Pentágono sabían que esas armas –usadas contra Irán en los años 80– ya eran inactivas.

Para consolidar sus objetivos geopolíticos en América del Sur –impedir la integración regional y controlar el petróleo de Venezuela–, EE. UU. impuso en el Plan Colombia (2000-2022) su visión de seguridad y su estrategia antinarcóticos, usando agentes químicos ilegales.

El glifosfato, herbicida prohibido, fue dispersado masivamente en varias zonas colombianas, causando cánceres y graves quemaduras en piel y ojos a múltiples habitantes. Ni EE. UU. ni el gobierno de Colombia repararon los daños causados a esas víctimas, denuncia el agrónomo Darío González Posso.

Preocupa que Israel no sea firmante de la Convención contra Armas Biológicas, porque este Estado es sospechoso de desarrollar una guerra biológica con capacidad ofensiva, según la Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso de EE. UU., asevera el epidemiólogo Avner Cohen.

 

Bioterrorismo de Estado

Liquidar al adversario o reducir al mínimo su capacidad de resistencia es una premisa de guerra y, para aplicarla, el capitalismo imperialista no ha dudado en recurrir a todo tipo de armas biológicas. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Alemania creó unidades que inoculaban patógenos a los animales de carga de sus enemigos, mientras sus aliados y adversarios generaron su propio arsenal biológico.

En 1932, Japón creó en secreto el Escuadrón 731 o Unidad Kamo, que dirigió el doctor Shiro Ishii, para investigar el uso de bacterias como armas. Se sabe que experimentó con seres humanos y armas biológicas a gran escala en la ocupación de China, donde las tropas niponas esclavizaron a casi 10 millones de personas.

La Unidad Kamo dispuso de un conjunto de 160 edificios en seis kilómetros cuadrados, con prisiones, laboratorios, fábricas y almacenes de agentes químico-biológicos, entre ellos el ántrax. En 1942, Japón usó armas biológicas contra víctimas chinas, rusas y coreanas (a quienes llamaban Maruta: tronco) cuando sus aviones las rociaron sobre las provincias chinas de Gongshan y Zhejian.

Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), Alemania contaminó con ántrax y otros patógenos letales ganado vacuno que exportó a Rusia. En campos de concentración, expuso a los prisioneros a patógenos como el virus de la hepatitis A para experimentar supuestas vacunas.

El Reino Unido, en específico Inglaterra, desarrolló su programa de armas bacteriológicas a instancias de Winston Churchill; y planeó lanzar bombas con cargas de ántrax sobre ciudades alemanas. En la isla de Gruinard, Escocia, probó la temible tularemia (que al ser inhalada se convierte en una poderosa arma biológica), ántrax, brucelosis y toxinas del botulismo, cuyo efecto letal dura hasta ahora.

Entre 1942 y 1943, EE. UU. produjo en Fort Detrick, Maryland, unas cinco mil bombas con esporas de ántrax y tularemia. En 1945, el entonces presidente Franklin D. Roosevelt formalizó un programa secreto de bioarmas al que integró a científicos alemanes y japoneses de la Unidad 231.

EE. UU. ha usado el bioterrorismo de Estado contra su población, aunque asegura lo contrario en foros multinacionales. En 1932, el Servicio de Salud Pública lanzó el siniestro experimento Tuskegee, al inocular con sífilis a 400 campesinos afroamericanos analfabetas en Alabama. El objetivo: estudiar cómo avanzaba ese mal sin tratamiento médico hasta la muerte.

Entre el 20 y el 27 de septiembre de 1950, la Marina norteamericana lanzó la perversa Operación Sea-Spray sobre 43 localidades de la Bahía de San Francisco, pobladas por unas 800 mil personas. Durante varios días, un buque de la Armada dispersó patógenos infecciosos cada media hora, en emisiones que formaron una nube bacteriológica de tres kilómetros de longitud.

Su objetivo tácito fue medir la susceptibilidad de la gente a un ataque biológico. En realidad, se pretendía ver cómo se dispersaban los agentes bacteriológicos para luego diseñar contramedidas. El caso se conoció en 1981, cuando un tribunal archivó la denuncia de los afectados por viruela y peste.

 

 

El riesgo de epidemias provocadas con patógenos transmitidos por vectores intencionales se mantiene. El 15 de agosto de 2017, el Departamento Estatal de Sanidad de Arizona alertó contra picaduras de pulgas o mordidas de roedores portadores de la peste negra en los condados de Navajo y Coconino, Arizona, lo que hizo suponer una mala supervisión en los laboratorios locales.

El uso experimental de armas biológicas del gobierno de EE. UU. contra sus ciudadanos se ha extendido a otros países como arma bioterrorista. Entre 1946 y 1948, instituciones de salud de ese país infectaron con sífilis y cancroide a mil 308 guatemaltecos. Ninguno dio su consentimiento a ese “experimento” que se ocultó durante 72 años y salió a la luz al revisar los escritos del doctor John C. Cuttler, su responsable.

 

Esquema de bioterrorismo en Ucrania

Financiamiento: Departamento de Defensa de EE. UU., Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID), Centros de Control de Enfermedades y Prevención, Fondo Rosemont Seneca (que fundó Hunter Biden y que aportó 2.4 mil mdd), Fundación Soros y cuyo curador científico (supervisor) es el Centro Nuclear de EE. UU. de Los Álamos.

Según información fidedigna, solo entre 2018 y 2020, estos biolaboratorios recibieron financiamiento por 32 mdd; solo el proyecto estadounidense UP-4 para la propagación de patógenos con aves, se financió con 1.6 mil mdd.

En los últimos meses, el financiamiento para ayuda militar en Ucrania ascendió a 13 mil 600 mdd. El 26 de febrero, el presidente Joseph Biden autorizó al Pentágono 250 mdd más de ayuda militar y hasta 350 mdd en artículos y servicios de defensa. El 12 de marzo envió armamento y equipos “adicionales” (el cuarto en menos de un año), por 200 mdd, los que suman 1,2 mil mdd.

Procedimiento: El Fondo Rosemont Seneca se vincula con los contratistas militares y con Metabiota, que con Black and Veach es el principal proveedor de equipo de los laboratorios biológicos del Pentágono, a través de la Agencia de Defensa para Reducir la Amenazas (DTRA). Todos participan en el Programa de biolaboratorios militares en Ucrania.

Cuántos y dónde: Habría entre 26 y 48 biolaboratorios, ubicados en Kiev, Kharkov, Odessa y otros, como el Instituto de Investigación de Epidemiología e Higiene.

Fuentes: Business Standard, The Daily Mail y el Ministerio de Defensa de Rusia.

 

En 1969, Richard Nixon puso fin a los aspectos “ofensivos” del programa de armas biológicas de su país, aunque aprobó el uso masivo de herbicidas y defoliantes como armas químicas, entre ellas el Agente Naranja, usado en la invasión a Vietnam. Décadas después, William Clinton y sus sucesores avalaron el uso del glifosfato, que encegueció a cientos de campesinos cuando se usó para erradicar plantíos de coca mediante el Plan Colombia.

Tras el ataque del 11 de septiembre de 2001 sobre el World Trade Center de Nueva York y el Pentágono (11-S), George Walker Bush apoyó el ilegal plan de guerra biológica que ideó Clinton y del que ninguno informó al Congreso. Mientras, para evitar que el Pentágono fuera obligado a informar ante instancias multinacionales lo que producía en sus laboratorios, EE. UU. se retiró de las negociaciones para ampliar el Tratado contra Armas Biológicas.

En 2001, días después del 11-S, la histeria cundió cuando congresistas recibieron cartas con ántrax; y aunque los efectos fueron muy limitados, se persiguió a la población árabe. Semanas después se suicidó el responsable, el doctor Bruce E. Ivins, científico del Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de EE. UU.

Hoy, EE. UU. es un gran productor de armas químicas y biológicas como el ántrax, ébola, tifo, etc. y de gran número de organismos genéticamente modificados que representan una amenaza para la paz y seguridad internacional. Hay versiones confiables de que prosigue sus programas de investigación y desarrollo de ese arsenal.

 

Bioarmas en Ucrania

Con esos antecedentes, es comprensible la denuncia del Ministerio de Defensa de Rusia de que en Ucrania existen biolaboratorios financiados por EE. UU. En el curso de su operación especial militar en Ucrania, encontró evidencia de trabajos para desarrollar enfermedades letales y contagiosas, cuyo objetivo es crear bioarmas con ántrax, tularemia y pestes como el cólera.

A pesar de que la subsecretaria de Estado, Victoria Nuland, confirmó esa extraña cooperación con Kiev, Washington lanzó una feroz campaña mediática para negar tal programa, y su evidente violación a la Convención sobre la Prohibición del Desarrollo, la Producción, el Almacenamiento y Destrucción de Armas Bacteriológicas (biológicas) y Toxínicas.

Estos biolaboratorios, cuya cifra oscila entre 11 y 48, se ubican en Kiev, Járkov y Odessa, así como en la frontera con Rusia. La evidencia documental revela que más de 16 mil muestras de armas biológicas fueron enviadas de ahí a EE. UU., según revelación del jefe de las Fuerzas de Defensa Radiológica, Química y Biológica del Ejército ruso, general Igor Kirilov.

Ante estos indicios, Rusia cuestionó: ¿Por qué EE. UU. financió esas instalaciones en Ucrania? ¿Por qué el gobierno de Kiev intentó deshacerse de pruebas de esos programas?

Es obvio que esos planes clandestinos son un peligro para la seguridad de la Federación Rusa y la Unión Europea (UE), por lo que la Duma rusa pidió investigar más esos biolaboratorios militares.

 

Seis décadas de impune bioterrorismo de EE. UU. contra Cuba

 

En 1964, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) planeó infectar un traje de buceo que usaba Fidel Castro Ruz con la bacteria de la tuberculosis y el hongo pie maduro, que causa muerte por la infección de tejidos y provoca una terrible agonía. En los años 60, Washington ha lanzado ataques bioterroristas contra La Isla que han causado la muerte de niños y adultos, así como graves perjuicios a la economía. Todo en represalia contra esa nación que decidió oponerse a su hegemonía, según documentos desclasificados en 1975 por el Senado de EE. UU. La siguiente lista presenta algunos de esos ataques biológicos:

1971. Fiebre porcina africana en cerdos, zona oriente.

1977. Carbón de la caña.

1978. Moho azul en tabaco, roya de la caña que afecta al 30 por ciento de la población.

1981. Se registraron 344 mil 203 casos de dengue hemorrágico y el gobierno de EE. UU. negó el acceso al producto químico que eliminaría al mosquito transmisor. Epidemia de pseudo dermatosis nodular bovina y conjuntivitis hemorrágica.

1984. Disentería. El terrorista Eduardo Arozamena confesó que introdujo “gérmenes” a La Isla.

1985-1989. Bronquitis infecciosa en aves, herpes en vacas, sigatoka negra en plátanos, acarosis en abejas, enfermedad hemorrágica viral en conejos.

1995. En el aeropuerto de La Habana es detenido un estadounidense con tubos de ensayo con sustancias biológicas.

Fuente: Enrique Silveira, del Centro de Bioactivos Químicos, y Alfredo Pérez, del Instituto Superior de Ciencias Médicas de Cuba.

Desde el cuatro de abril de 1973, México se adhirió a la Convención sobre Prohibición del Desarrollo, la Producción y el Almacenamiento de Armas Bacteriológicas (Biológicas) y Toxínicas y sobre su Destrucción, de la ONU y la Convención de Armas Químicas.

 

En años recientes, y sin causa aparente, más de mil personas y animales domésticos presentaron cuadros de cólera, zika, gripe H1N1, gripe porcina y hepatitis en zonas próximas a laboratorios de EE. UU. repartidos en el mundo, reveló el analista Pablo Jofré Leal. De ahí que desde hace tiempo Rusia exige garantías de seguridad biológica a Ucrania y a Occidente, pero no ha tenido respuesta.

En los expedientes que encontró el Ministerio de Defensa ruso se detalla que un proyecto de los biolaboratorios de EE. UU. en Ucrania contempló la posibilidad de usar patógenos sobre aves, murciélagos y reptiles para propagar la peste porcina africana y el ántrax este año.

Esto viola los tratados internacionales y es una amenaza para la seguridad internacional, por lo que, el seis de marzo, Rusia solicitó una reunión del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que no se realizó. El día nueve, el Ministerio de Relaciones Exteriores ruso exigió a Washington informar a la comunidad internacional qué investigaba el Pentágono en esos biolaboratorios. No hubo respuesta.

El dos de abril, ante la emisora Belarus-24TV, el vocero del Kremlin, Dmitry Peskov, reiteró que el Pentágono ha construido una red de biolaboratorios alrededor de Rusia y Bielorrusia. Ante la gravedad del asunto, el Ministerio de Asuntos Exteriores de China, Hua Chunying, exigió a EE. UU. responder de forma “honesta y directa” a tres preguntas para probar su inocencia en este caso:

¿Qué trató de ocultar su embajada en Kiev al eliminar documentos? ¿Por qué EE. UU. actuó en solitario sin seguir el Protocolo de Verificación de la Convención sobre Armas Biológicas? ¿Qué detiene a EE. UU. para abrir sus laboratorios biológicos en el extranjero –y el ubicado en Fort Detricks– a una inspección independiente internacional?

Washington no respondió y, atrapado en su maniobra, lanzó un feroz contraataque mediático. The New York Times habló de una “teoría conspirativa” rusa; The Washington Post usó a Glenn Kessler para refutar todo y el resto de la prensa repitió la tesis de que el Kremlin “desinforma”. A la vez usó a la investigadora del King’s College, de Londres, Filippa Lentzos, para afirmar que EE. UU. no desarrolla armas biológicas en Ucrania.

Ni la Casa Blanca ni Kiev han explicado qué producen esos biolaboratorios; la UE y Londres han difundido maliciosas acusaciones contra Rusia y eluden hablar del Proyecto R-781 y los programas con bioagentes UP-4 y UP-8 que destruyen selectivamente a grupos étnicos, como denunció el general Kirilov.

 

 

Tampoco han explicado por qué un laboratorio de Khartov tenía 140 contenedores de ectoparásitos de murciélagos y muestras de suero sanguíneo de pacientes de Covid-19, todos listos para ser llevados al exterior.

Hace años se denunció la amenaza de la cooperación militar biológica entre EE. UU. y sus aliados. En 2018, la periodista Dilyana Gaytandzhieva fue expulsada del Parlamento Europeo al cuestionar al entonces subsecretario de Salud de EE. UU. sobre los indicios de que el Pentágono financiaba laboratorios biológicos en 25 países.

En 2019, medios alternativos revelaron la existencia del Programa de Participación Biológica Cooperativa entre EE. UU. y Georgia desde 2002, con presupuesto de dos mil 100 millones de dólares (mdd) a cargo de la Agencia para la Reducción de Amenazas (DTRA) del Pentágono. Como se trata de una instalación estratégica a ese biolaboratorio, instalado en un centro de salud pública, solo accedían estadounidenses encubiertos de diplomáticos. Según Gaytandzhieva se experimentó con humanos y 24 personas murieron en diciembre de 2015.

 

Cómplice o juez

Es preocupante el silencio de los organismos multilaterales, como la ONU. El 11 de marzo, el embajador ruso ante el Consejo de Seguridad, Vasili Nebenzia, acusó a Ucrania de mantener biolaboratorios con EE. UU. y la representante para asuntos de desarme, Izumi Nekamitsu, afirmó que la ONU desconocía que existiese algún programa de armas biológicas en Ucrania.

Y mientras Rusia insistía en que EE. UU., a través del Pentágono, viola el Protocolo de Ginebra de 1925 (contra gases venenosos y guerra bacteriológica) y la Convención sobre Armas Bacteriológicas y Toxínicas de 1972, ningún órgano de la ONU levantó la voz para exigir transparencia al respecto.

De forma tímida, solo la Organización Mundial de la Salud (OMS) advirtió a Ucrania que debe destruir los patógenos en laboratorios para prevenir que se dispersen y generen enfermedades. Paradójicamente, dos semanas después, la Asamblea General de la ONU suspendió a Rusia del Consejo de Derechos Humanos (CDH) a pesar de que no cuenta con pruebas de que haya atacado a la población civil en zonas de Ucrania.


Escrito por Nydia Egremy .

Internacionalista mexicana y periodista especializada en investigaciones sobre seguridad nacional, inteligencia y conflictos armados.


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