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Albert Einstein no fue responsable directo de la creación de la bomba atómica, pero cometió dos errores: el primero fue asumir que la Alemania de Adolfo Hitler estaba trabajando en la creación de un arma nuclear y, el segundo, solicitar una cita con el presidente de Estados Unidos (EE. UU.), Franklin D. Roosevelt, para advertirle del enorme peligro que corría la humanidad si los nazis lograban este objetivo. Lo primero no fue cierto, pero con ello alertó al gobierno de EE. UU. Éste inició el proyecto Manhattan, cuyos resultados destructivos se vieron en Hiroshima y Nagasaki, Japón, el seis y nueve de agosto de 1945. Fue una demostración, al mundo entero, de que muerto el imperio rey surge un nuevo imperio: el de los estadounidenses.
La desmedida ambición de éstos aprovechó la ingenuidad de Einstein cuando utilizaron la conocida formula E=mc2 y provocaron una reacción nuclear en cadena. Atormentado por este hecho, el físico alemán vivió sus últimos años insistiendo en la necesidad de crear una organización mundial independiente y autónoma que regulara la proliferación de armas nucleares, que desde luego no fue la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Este genio de la física advirtió, desde entonces, sobre el peligro inminente para la humanidad de una tercera guerra mundial, porque la cuarta sería con piedras.
Cuando escribí estas líneas, el mundo se estremecía por la posibilidad de que se iniciara un conflicto bélico de proporciones inimaginables, provocado por el asesinato del segundo hombre más fuerte de Irán, el general Soleimani, cometido por el gobierno estadounidense el tres de enero. Millones de iraníes salieron a las calles en duelo, con exacerbados ánimos de venganza. En respuesta a ese crimen, el ocho de enero, Irán atacó bases militares de EE. UU. en Irak, donde hubo 80 soldados muertos. Líderes internacionales, entre ellos el presidente ruso Vladimir Putin, llamaron a los países con mayor poder bélico a guardar la calma y la prudencia para evitar una guerra nuclear, cuyos resultados destructivos son previsibles. Pero no todos los líderes piensan así y el presidente de EE. UU., como si respondiera a otros intereses, funge como provocador máximo de la guerra, con el argumento de que está acabando con los monstruos terroristas, cuando el verdadero monstruo debe buscarlo en su espejo.
En el fondo, las guerras no representan más que la consecuencia de la confrontación de intereses económicos; y los medios de comunicación proclives a los estadounidenses las han justificado con la supuesta proliferación de grupos terroristas en las últimas dos décadas; anteriormente las justificaban por el llamado “terror rojo”. Sin embargo, con la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, cambiaron el pretexto por el terrorismo y los “dictadores” de los países no alineados. En nombre de la libertad y la democracia, los estadounidenses aumentaron recientemente sus intervenciones e invasiones militares, como fueron los casos de Panamá, Afganistán, Irak y en los países donde promovieron la llamada “Primavera Árabe”. La mayoría de estas naciones son pequeñas y débiles, pero estratégicas, porque poseen infinidad de recursos naturales. Pero Irán, a diferencia de éstas, tiene un buen desarrollo y poderío militar.
La guerra que “se asoma” en esa región no es más que el resultado de la crisis del capitalismo global convaleciente; y de la ambición de los grupos capitalistas monopólicos que pretenden apoderarse de los recursos de otros países para expandir su mercado y evitar su extinción. Las naciones del Oriente Medio, incluidas las árabes e Irán, no son buenos consumidores de los productos capitalistas, debido a su idiosincrasia; y sus yacimientos de petróleo los colocan en la mira de los “halcones” del mercado de Occidente. Por otro lado, la economía estadounidense no está en su mejor momento, pues lleva más de 20 años en recesión, y aun cuando sus recientes guerras de intervención representan pingües negocios para su industria armamentista, se debilitan mientras observan, con preocupación, el auge de países no alineados, como China, Rusia e India, que globalmente toman la delantera.
No nos engañemos: la humanidad se encuentra en peligro de extinción y es el capitalismo que, en sus últimos estertores, lleva todo tipo de vida a ese extremo. Los pueblos de la Tierra, al unísono, debemos exigir un alto a los agresores, porque, parafraseando la novela de García Márquez, las estirpes que habitamos este planeta no tenemos una segunda oportunidad.
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Escrito por Capitán Nemo
COLUMNISTA