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Según la CEPAL, en 1997, 32 millones de niños latinoamericanos vivían en la miseria. A nivel más agregado, la pobreza afectaba a 81 millones de niños. “Además, la desigualdad en la distribución del ingreso, que es la más regresiva del mundo, se ha mantenido en los últimos 20 años, con pocas mejorías” (CEPAL, 2009). Latinoamérica es, en efecto, la región más bárbara en desigualdad y polarización económica, y México es paradigma. En el primer estudio señalado y hasta mediados de la década actual, se reportaba como pobres al 45 por ciento de los niños: en México, 15.8 millones, y 4.3 en la miseria, alrededor del 40 por ciento en total. Pero no todos los países sufren por igual este flagelo social: hay diferencias, al menos de grado, debidas a manejos diferentes de políticas públicas; por ejemplo, en Costa Rica la CEPAL reporta 20 por ciento de niños en pobreza (menos de la mitad del promedio latinoamericano), en Chile 23; Uruguay, 23.9; Argentina, 28.7; y Venezuela, 35 por ciento. Claramente, políticas en beneficio del pueblo han permitido al menos paliar el problema. Nosotros, en cambio, seguimos pagando un costo social muy alto por el conservadurismo proempresarial de nuestros gobiernos.
Pues bien, así estaban las cosas. Pero con la crisis han empeorado; y para 2018, según estudio de la misma CEPAL y la UNICEF: “Casi 63 por ciento de los niños, niñas y adolescentes de la región sufre algún tipo de pobreza, definida en relación con las privaciones que afectan el ejercicio de sus derechos, además del nivel de ingresos de sus familias[…]”. Sobre el tema, cita el organismo a otras fuentes: “Uno de cada tres niños y niñas del mundo en desarrollo carece de acceso a saneamiento básico y uno de cada cinco no tiene acceso al agua potable” (UNICEF). “El 53 por ciento de los niños, niñas y adolescentes de México se ve afectado por la pobreza y la privación de sus derechos sociales básicos” (UNICEF). En conclusión, la pobreza infantil se ha elevado.
Sin duda, sumir a la niñez en el hambre es un crimen de lesa humanidad, del que debieran responder gobiernos como el mexicano, pues se está destruyendo el futuro. Millones de niños en la indigencia son condenados a la desnutrición, baja talla y peso en función de la edad, y un insuficiente desarrollo mental, con todas las secuelas que ello implica en términos de aprendizaje y habilidades cognitivas. La población se vuelve más pequeña y enfermiza, y los medicamentos poco efecto surten si no hay buena nutrición; a título de ejemplo: “En Guatemala el 22 por ciento de la población infantil menor de cinco años sufre de desnutrición crónica” (baja talla para la edad) (Organización Mundial de la Salud). Asimismo, los costos en seguridad social aumentan y la esperanza de vida al nacer se reduce.
Por otra parte, niños enfermizos y débiles difícilmente podrán obtener buenos rendimientos deportivos, agravado esto por la falta de infraestructura en las grandes conurbaciones miserables y en comunidades rurales. La pobreza acompaña a los niños a los salones de clase y les atormenta sin cesar, mil veces más que las mitológicas Erinias, convirtiéndose en causa de deserción escolar y mal aprovechamiento. Con una niñez con hambre, débil y enferma, y agobiada además por todos los sufrimientos y afecciones sicológicas que trae la miseria, es imposible el estado de ánimo necesario para concentrarse en el estudio y aprender. En esas condiciones, de poco sirve construir escuelas, laboratorios o bibliotecas, e instalar computadoras, digo, en el remoto caso de que ello ocurriera. Además, millones de niños se ven obligados a abandonar la escuela, temporal o definitivamente, para trabajar y contribuir al sustento familiar: verdaderos ejércitos infantiles recorren, cual modernos nómadas, los valles agrícolas del Noroeste, trabajando jornadas extenuantes y dejando su infancia entre los surcos en busca del sustento, pues a su temprana edad deben ya sumarse a la fuerza laboral del país sin haber tenido oportunidad de educarse.
Como parte de esta espantosa situación, viene la delincuencia juvenil, la agresividad de niños y jóvenes y las conductas antisociales. Nuestros gobiernos se escandalizan de que haya pandillas juveniles y jovencitos sicarios armados, matando y robando. Pero se niega tozudamente a admitir la causa social de esas conductas, y a corregir el problema en su raíz, pretendiendo, en lugar de ello, reeducar a niños o jóvenes infractores con cursos y discursos, o con amenazas de cárcel y penas mayores a reincidentes. Nunca se piensa si esos niños tenían lo suficiente para ir a la escuela, para comprarse un uniforme escolar o deportivo o unos tenis para hacer deporte; no importa a nuestros gobernantes, y menos a los encargados de combatir al crimen, si todos los niños disponen de medios para comer, vestir o curarse, para tener juguetes y tiempo para educarse y jugar, en fin, lo necesario para una infancia feliz. No olvidemos que un niño agredido y frustrado será un adulto antisocial y violento.
La pobreza es lacerante, y hiere aún más cuando se la contempla en el rostro de los niños. Pero no olvidemos que, si hay riqueza suficiente, la pobreza se explica por su acumulación desmedida en pocas y grandes fortunas. Por eso, cuando en las revistas del glamoroso mundo de los multimillonarios se describen fantásticas fortunas, yates y palacios, en fin, el dispendio ultrajante, el contraste nos recuerda, precisamente, que lujo y miseria son hermanas gemelas, y se presuponen la una a la otra. La humanidad debe redimirse de esa situación que tanto la ofende, y ello se logrará liberando a los ricos de su extrema riqueza, y a los pobres de su extrema pobreza.
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Escrito por Abel Pérez Zamorano
Doctor en Economía por la London School of Economics. Profesor-investigador de la Universidad Autónoma Chapingo.