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El neoliberalismo es el capitalismo salvaje. Una vez que terminó la Guerra Fría y desapareció el modelo de una sociedad más justa para los pobres del mundo, el imperialismo procedió a desmontar todo el aparato que rodeaba al Estado del bienestar. Debe recordarse que después de la Revolución Rusa de 1917, el naciente Estado de los obreros y campesinos, casi inmediatamente, fue invadido por las potencias occidentales y sometido a una agresión brutal que ha pasado a la historia con el nombre de Guerra Civil, durante la cual, dos terceras partes del territorio de Rusia llegaron a estar bajo el poder extranjero y poco faltó para que sucumbiera la joven Revolución. Pero lograda la expulsión de los invasores, el nuevo Estado encabezó una época de mejoramiento y recuperación notable del nivel de vida de los habitantes y, ya para 1932, cuando concluyó el Primer Plan Quinquenal, solo Estados Unidos (EE. UU.) rebasaba a la Unión Soviética por el tamaño de su producción industrial.
En esta época, EE. UU. se encontraba sumido en la Gran Depresión, gigantesca y profunda crisis económica que inició en 1929 y que hizo historia ocasionando la quiebra de miles de empresas y lanzando a la calle a millones de trabajadores que quedaron sin empleo. El contraste, pues, de EE. UU. y sus graves problemas y el nuevo mundo que surgía en la Unión Soviética después de los años terribles de la Primera Guerra Mundial y los de la Guerra Civil, era amenazante para la estabilidad interna y para la adhesión que le deberían guardar los trabajadores del mundo. Como muestra de la gran simpatía que despertaba en el mundo el socialismo soviético, recordemos que importantes intelectuales de la época llegaron a sostener opiniones antifascistas o de franca simpatía –aunque haya sido temporal– con el nuevo proyecto en el mundo: André Gide, André Malraux, Bernard Shaw, Bertolt Brecht, Dorothy Parker, H. G. Wells, John Dos Passos, Ernest Hemingway, Henri Barbusse, Romain Rolland, Sidney y Beatrice Webb, Sinclair Lewis, Louis Fischer, Harold Laski, Theodore Dreiser, Paul Robeson y otros.
Había, pues, que atenuar el duro contraste. El presidente Theodore Roosevelt inició el ajuste del modo de producción capitalista y propició una cierta atenuación de la precariedad de las masas, dio inició al llamado Estado de bienestar y, al término de la Segunda Guerra Mundial, y con la Unión Soviética como vencedora de los nazis y liberadora de Europa, el proyecto se retomó y se amplió. El Estado capitalista se involucraría en lograr el pleno empleo, el crecimiento económico y el bienestar de los ciudadanos, el Estado podría intervenir en los mercados y hasta sustituirlos si era necesario para garantizar el buen funcionamiento de la economía. Acorde con ello, se promovieron los servicios de salud para todos, la educación gratuita, además de obras y otros servicios. Un compromiso entre el capital y el trabajo que garantizaría paz y estabilidad.
Pero, como queda dicho, al término de la Guerra Fría, el imperialismo consideró que todo esto era muy costoso y que ya salía sobrando y cambió de política, de hecho, el neoliberalismo se venía ensayando en el mundo antes, desde fines de los años setenta (en Chile, por ejemplo), cuando ya se vislumbraba que el socialismo como se construía en la URSS no era ya un atractivo para las grandes masas del mundo. El neoliberalismo pregona que los mercados deben resolver solos, sin intervención de ningún tipo, las cuestiones referentes a la producción, pero no solo eso, implica el retiro del Estado de todas o casi todas las obligaciones de propiciar un buen nivel de vida para las masas, el Estado neoliberal ya no quiere ni necesita gastar en salud, ni en educación, ni en obra, ni en servicios, todo lo debe hacer la iniciativa privada y el que necesite de estos servicios tendrá que pagar por ellos. Así se explica la ola de privatizaciones, así se explica –fenómeno muy actual en nuestro país– el retiro de los subsidios a las universidades.
El neoliberalismo defiende un Estado barato. Defiende y practica, por tanto, una reducción de los impuestos que se les cobran a los capitalistas para el sostenimiento del Estado, sobre todo a los más grandes y poderosos. Consecuente con ello, Donald Trump, ha presentado una propuesta de modificación al régimen de pago de impuestos en EE. UU. que, rodeada de demagogia y fake news, es decir, de supuestas bondades para todos, será, en realidad, solo para el bien del capital. La situación en materia de equidad en el cobro de impuestos ya es deplorable y se va a poner peor. James Petras, un sociólogo progresista y crítico norteamericano, escribió un artículo en el portal Global Research fechado el cinco de octubre de 2017, en el que informa que en EE. UU., entre el 67 y el 72 por ciento de las grandes corporaciones pagan cero impuestos (tomando en cuenta que reciben créditos fiscales y exenciones), mientras que sus trabajadores y empleados pagan entre el 25 y el 30 por ciento de sus ingresos; añade que la tasa real para las pocas corporaciones que pagan impuestos es de tan solo el 14 por ciento. El estudioso señala también que, de acuerdo con el US Internal Revenue Service, la evasión fiscal en EE. UU. asciende a 458 mil millones de dólares cada año. Partiendo seguramente de que todo esto no basta para la voracidad del capital y que hay que garantizar que los grandes empresarios retengan todavía más plusvalía de la que ya retienen, el presidente Donald Trump ha enviado al congreso una propuesta de reforma fiscal que reduciría casi en 10 puntos porcentuales el llamado “impuesto corporativo”.
¿Impacta esto a México? Puede usted estar absolutamente seguro de que así es. Ya se empieza a decir aquí que si queremos seguir atrayendo capitales para que vengan a invertir aquí –en realidad para que vengan a beneficiarse de nuestros salarios de hambre– va a ser necesario que México sea “competitivo” también en cuanto al cobro de impuestos se refiere, es decir, que también se bajen los impuestos a las ganancias del capital. Pero eso significaría, como he venido explicando, menos ingresos al Estado y, por tanto, menos obras y menos servicios para el pueblo (las asignaciones para obra pública y proyectos productivos y de fomento acumulan una reducción real de 28 por ciento desde 2011). ¿Qué se está proponiendo para evitar que la caída de los ingresos gubernamentales sea muy drástica, ya que cada punto porcentual que disminuya el Impuesto Sobre la Renta equivale a una reducción recaudatoria de 44 mil cien millones de pesos? Que se aumenten los impuestos que paga el pueblo, o sea, que se aumente el Impuesto al Valor Agregado (IVA). Ya lo declaró el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP): “Tal vez es momento de retomar propuestas hechas por el CEESP hace algunos años en el sentido de voltear a los impuestos al consumo como una fuente importante de ingresos recurrentes y una manera de restar presión a los gravámenes directos”.
Menos impuestos al capital, más impuestos al pueblo y menos obras y servicios, en resumidas cuentas, más pobreza. Pero no se crea que aquí acaba la agresión a la economía popular. Falta todavía. Es necesario recordar que, desde hace ya muchos años, es tradicional que los gobiernos que no alcanzan a atender, ya no se diga las necesidades del pueblo, sino sus propias necesidades básicas de funcionamiento, piden dinero prestado a los bancos. Todo el sector gubernamental en EE. UU. y, por supuesto, en México, acumula deudas inmensas con los bancos de manera que, de cada presupuesto anual, por adelantado, antes de considerar cualquier gasto, es indispensable que los congresos aparten lo que se les va a pagar ese año a los banqueros: capital más intereses, sin faltar un centavo; y es una verdad demostrada que muchas de estas deudas son impagables. Ése es el nudo que se cierra cada vez más en el cuello de la clase trabajadora, ésas son las consecuencias del modelo económico neoliberal. Una cadena perpetua, si los pueblos no hacen nada.
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Escrito por Omar Carreón Abud
Ingeniero Agrónomo por la Universidad Autónoma Chapingo y luchador social. Autor del libro "Reivindicar la verdad".