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Elegía
Imaginad un árbol con las ramas por dentro,
ahogado por su propia e imposible corona
y que cautivo lleva –aniquilándole–
el fruto no vertido de su sombra.
Esto soy yo. La soledad sin brazos.
Un mar que, despertando, ya es arena,
muriendo solo bajo el mismo grito
que imaginó poner entre sus ondas.
Yo venía
de ser raíz para subir a sueño,
de ser oscuridad a dividirme
en el sereno reino de mis hojas.
Subiendo estaba y encontré esta muerte
de no ser sino el árbol que encerrada
lleva su irrealizable primavera,
su fuerza inútil de imposibles ramas
que no verán jamás a las estrellas.
Esto soy nada más. Raíz desnuda.
Un viaje que pensó que se movía
hacia el diáfano fuego de la rosa
y se quedó en su origen de ceniza,
más que nunca en la planta desde donde
creyó subir por la escalera angélica.
Y estoy sintiendo lo que siente un sueño
cuando va a florecer y es despeñado
desde los mismos ojos que lo sueñan.
Soy la que nada poseyó. La oscura
desesperada soledad terrible,
quien jamás conoció sus propios brazos
ni los colmó de llanto y de dulzura.
No se crea en la voz que se me escucha,
que no es ésta mi voz. Y este poema
no es siquiera una rama… No es siquiera
una sospecha de mi oculta sombra.
Tan solo quedó aquí del mismo modo
que en la orilla del mar a veces queda
–testimonio de muerte y abandono–
el lúcido esqueleto de una perla.
La desterrada
I
Yo no canto
para dejar testimonio de mi estancia,
ni para que me escuchen los que, conmigo, mueren,
ni para sobrevivirme en las palabras.
Canto para salir de mi rostro en tinieblas
a recordar los muros de mi casa,
porque entrando en mis ojos quedé ciega
y a tientas reconozco, cuando canto,
el infinito umbral de mi morada.
II
Cuando me dividiste de ti, cuando me diste
el país de mi
cuerpo y me alejaste
del jardín de tus manos,
yo tuve, en prenda tuya, las palabras.
Temblorosos espejos donde a veces
sorprendo tus señales.
Solo tengo tus palabras, solo tengo
mi voz infiel para buscarte.
Reino oscuro de enigmas me entregaste
y un ángel que me hiere cuando te olvido y callo,
y es lengua doliente y una copa sellada.
Esto es la poesía. No un don de fácil música
ni una gracia riente.
Apenas una forma de recordar, apenas
–entre el hombre y tu orilla–
una señal, un puente.
Por él voy con mis pasos,
con mi tiempo y mi muerte,
llevando en estas manos prometidas al polvo
que de ti me separan, que en otra me convierten
y que es mi frontera inexpugnable,
un hilo misterioso, una escala secreta,
una llave que a veces abre puertas de sombra,
una lejana punta del velo centelleante.
Esto tengo y no más. Una manera
de zarpar por instantes de mi carne,
del límite y del nombre que me diste,
del ser y el tiempo en que me confinaste.
Has querido dejarme un torpe vuelo,
la raíz de mis alas anteriores
y este nublado espejo, teatro apenas
de la memoria que me arrebataste.
Y yo que fui contigo solamente
una sonora gota de tu música oceánica,
lloro bajo la cifra de mi nombre,
en esta soledad de ser yo misma,
de ser entre mi sangre un nostálgico huésped
que su idioma ha olvidado, mas no olvida
que es hoja separada de su ramo celeste.
III
Pero voy caminando hacia el retorno.
Pero voy caminado hacia el silencio.
Pero voy caminando hacia tu rostro,
allá donde la música dejó ya de ser tiempo,
allá donde las voces son todas la voz tuya.
Aún es mi camino de palabras
aún no me disuelves de tu música,
aún no me confundes y me salvas.
Mas tú me tomarás desde el cadáver
vacío de mis pasos,
derribará tu soplo la muralla
y apagará la vacilante antorcha
con que mi voz, abajo, te buscaba.
Recobrarás la espada
que un ángel puso en mi costado
y este sonoro sello que en mi frente
me señaló un destino de nostalgia.
Y callaré. Devolveré este reino
a frágiles palabras.
¿A qué cantar entonces, si ya habré recordado,
si estará abierta entonces esta rosa enigmática?
Monólogo del despierto
Estamos ya arrasados, detenidos,
fuera ya de nosotros, sin ribera ni centro,
sin nombre ni memoria,
perdida ya la clave del límite, la cifra
de nuestra propia imagen y su espejo.
Todo aquí es más allá
se ha trascendido el círculo.
Se ha derogado el número.
Ni distancia. Ni música. Ni latido. Ni órbita.
La dulzura terrible, sin fondo, de la nada.
Si ahora cierro los ojos, caeré en su abismo ciego.
Margarita Michelena
Nació en Pachuca, Hidalgo, el 21 de julio de 1917. Poetisa, crítica literaria, periodista y traductora mexicana, fue colaboradora y fundadora de muchos medios como El Cotidiano, El libro y el pueblo, Respuesta, La cultura en México; editora de Novedades y Excélsior; guionista de la XEW y conductora en XEMX Radio Femenina. Fue contemporánea de Emma Godoy, Griselda Álvarez y Pita Amor, a quienes reunió en el periódico Cuestión, siendo el primer periódico del mundo hecho por mujeres, cuyo lema era “la expresión de la mujer en la noticiaˮ. Sobre su obra literaria, Octavio Paz señaló que “sus poemas son cristalizaciones transparentes, poemas bien plantados en la tierra, pero movidos por una misteriosa voluntad de vueloˮ; ella misma afirmaba que su poesía era ontológica, dirigida al ser humano y hecha por un ser humano. La obra poética de Margarita Michelena está publicada en los poemarios: Paraíso y nostalgia (1945); Laurel del ángel (1948); Tres poemas y una nota autobiográfica (1963); La tristeza terrestre (1954); El país más allá de la niebla (1969); y Reunión de imágenes (antología, 1969). Murió en la Ciudad de México el 27 de marzo de 1998.
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Escrito por Redacción